viernes, 25 de mayo de 2007

PIRATAS DEL CARIBE. EL COFRE DEL HOMBRE MUERTO

La segunda parte de Piratas del Caribe vuelve a contar con los mismos ingredientes que le dieron la fórmula del éxito en la primera, pero falla por exceso en las dosis administradas. De esta manera, un torrente incontrolado de aventuras y comedia, termina desembocando en un producto tan condensado como empalagoso y plomizo.



Nunca dos horas y media dieron para tanto. Al salir del cine, se tiene la sensación de que ha transcurrido más de medio siglo. Y es que, a esas alturas, la original frescura que predominaba en el inicio de la cinta ya ha sido eclipsada por dos momentos interminables –e insufribles- de humor innecesario, perfectamente sustituible por la sola presencia y ocurrencias del personaje principal.

El primero de ellos, lo encontramos en la rocambolesca huída que emprenden los tripulantes de La Perla Negra para abandonar cierta isla habitada por vecinos poco recomendables, mientras que el segundo se localiza en la pugna mantenida entre los enamorados de la señorita Swann, -Lisi-, para proceder a la apertura del cofre del hombre muerto. Ambos se ven coronados por escenas culminantes (la caída libre que sufre el capitán, en la que irá rompiendo una infinidad de sendas colgantes de madera con su propio cuerpo o el “rodamiento” dentro de un círculo gigante) en las que los actores son tratados como personajes de dibujos animados para el deleite de los peques de la casa, pero que, lamentablemente, rompen con la tendencia general de humor inteligente que caracteriza esta faraónica saga. Unas escenas repetitivas que llegan a ser agotadoras, como lo son el hundimiento de barquitos en alta mar, los abordajes realizados desde un peculiar submarino con tentáculos, o la insistente y torturadora banda sonora que las acompaña.

El eje central del argumento se ramificará (y explayará) en tres historias auxiliares para el lucimiento de sus principales protagonistas por separado, situando la acción en escenarios diferentes. De esta manera, asistiremos a la aventura del capitán Sparrow al mando de La Perla Negra, a la de William Turner a bordo de El Holandés Errante y a la de Elizabeth Swann, de incógnito en el buque de las supersticiones. Una idea que conduce, irremediablemente, a la saturación de encuentros y desencuentros, aventuras y desventuras, emersiones y sumersiones, combates con espada, nobles y villanos, océanos, mares, piratas y efectos especiales..... sin límites.

En esta concentrada película, la Disney vuelve a apostar por el mismo director y mismos actores de la primera entrega, incluido el simpático perrito que porta las llaves de las mazmorras (al que, me temo, no volveremos a ver), sustituye el barco fantasma por otro, tripulado por animales marinos e incorpora, con gran acierto, dos nuevos fichajes fascinantes: el bueno del navío de los malos y el ladrón preocupado por la disyuntiva entre el bien y el mal. El encanto, el misterio y el humor más refinado corren a cargo de un Jack Sparrow distinto al ser afectado y esperpéntico que conocíamos, en beneficio de un personaje más real y cercano para el espectador. Una pieza clave a lo largo de toda la historia, salvador de gran parte de las insoportables escenas mencionadas, gracias a la implicación del gran actor que le da vida.

Dentro del reparto, alabanzas, por tanto, para Johnny Depp al que, sin embargo, sería injusto recordar únicamente por este papel, en detrimento de otras interpretaciones memorables realizadas bajo las órdenes de Tim Burton. Un Orlando Bloom mucho más profesional y maduro, alejado de la sombra de Légolas que le azotara en la primera parte y Keira Knightley, técnicamente perfecta, pero con una alarmante carencia de cloruro de sodio. Una actriz especialmente diseñada para los culebrones heredados del soporífero James Ivory, como demostró en Orgullo y Prejuicio.

Y como la felicidad en el cine –igual que en la vida- proviene de los pequeños detalles sin importancia aparente, es probable que los románticos, nostálgicos y “pijoteros” (espectadores capaces de apreciar hasta la más insignificante de las banalidades) no dejen de fijarse en la tacitas de porcelana golpeadas por las gotas de lluvia, el gps con forma de brújula que conduce al lugar al que se anhela llegar y el estrafalario piano, evocador de una entrañable e inmortal película con la que muchos crecimos: Los Goonies.

En lugar de desenlace (sabemos que éste es inexistente), podemos hablar de un intermedio de un año, que seguro que resulta más ameno que la recién estrenada película. Un año en el que sería conveniente revisar las entregas anteriores con la finalidad de no perder el hilo de la historia, porque después de ponernos la cabeza como un tambor, sólo los incondicionales conseguirán reconocer, en su aparición estelar, al Capitán Barbossa.

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