jueves, 24 de mayo de 2007

EL ÚLTIMO REY DE ESCOCIA.

Nunca me gustó esta crítica. Mi asombro fue mayúsculo cuando el editor me felicitó por ella. Creo que es, hasta el momento, la única vez que lo ha hecho. En cualquier caso, nunca he sabido si ha leído alguna más.
Recuerdo que me costó sangre, sudor y lágrimas escribirla. Se puede decir que se me atragantó. El motivo estaba claro: era una de esas raras veces en las que mi marido y yo no coindíamos en las conclusiones finales. Fue espantoso.
Eso de que la Historia juzgue a todos y cada uno de los dictadores del mundo, está bien; pero estaría mucho mejor si, además, se señalara a todos y cada uno de los todopoderosos que, en algún momento, les sonrieron. El carnicero de Kampala accede al poder de Uganda tras un golpe de Estado que es apoyado por Israel, mientras que el Ministerio de Asuntos Exteriores Británico le define como “un tipo espléndido y un gran jugador de fútbol”. Unos aspectos que, como otros muchos, no trascienden en una película de “género histórico”.
La gran diferencia de que una historia de la Historia caiga en unas manos expertas (se me ocurren las del Sr. Spielberg) o llegue hasta las de los productores de 28 Días Después, reside fundamentalmente en que, en el primer supuesto, podríamos estar hablando de una obra maestra; mientras que, en el caso que nos ocupa, sólo se oye hablar de la interpretación de Forest Whitaker.

No es extraño. Nos encontramos ante una película a la que le faltan demasiados elementos esenciales, tales como profundidad y rigurosidad históricas, un guión sólido, un montaje eficaz, y un curso intensivo sobre lo que se entiende por “medir los tiempos” en la narrativa de un metraje. Y a la que, por otra parte, le sobran movimientos de cámara mareantes, escenas que no encajan y se insertan de manera artificial (por deficiencias en el guión, en el montaje, o en ambos) y, sobre todo, la pretensión que la sitúa dentro del género histórico.

El director de la cinta expresa su deseo de llevar al espectador a un lugar remoto, como es Uganda, para –suponemos- acercarle a la realidad sociopolítica de este país en la época de Idi Amín, “Dada”. (Digo bien, suponemos). Seguimos suponiendo que, al ser un oscarizado documentalista, el éxito está asegurado; y nos equivocamos. Lo único que se ofrece es una película de aventuras, “Doctor en Uganda”, y una panorámica superflua de un país imaginario, gobernado por un tirano estrafalario que convive con personajes ingleses que no explican su presencia, en el que se dan episodios de vuelos secuestrados sin que se aclaren las posiciones de nadie, y donde se intuye la represión brutal contra unos adversarios de procedencia desconocida. Dicho con otras palabras, el cineasta se convierte en una de esas agencias de viajes que proporcionan destinos idílicos en paradisíacos circuitos cerrados, alejados de la crudeza del lugar que se visita.

Lo cual es una auténtica lástima, porque se dispone de valiosos ingredientes que no se han sabido explotar, como son el atractivo relato de Giles Foden; la presencia de un asesor ficticio, médico personal del dictador, que representa a la población civil, seducida por éste para, posteriormente, sufrir la revelación de su verdadera personalidad; y la posibilidad de rodar en el corazón de África, que sólo se aprovecha para mostrar los distintos tipos de mosquitos existentes, bajo el dominio de una banda sonora torturadora.

Un claro ejemplo de lo que sucede cuando falla el “enfoque” con el que se aborda un argumento, que nos lleva a preguntarnos lo diferente que habría sido esta película si se hubiera utilizado la novela para profundizar en el episodio histórico, como hiciera Steven Zallian en La Lista de Schindler o Tony Kushner en Múnich. Ni siquiera se consigue captar la esencia del matarife, al que se muestra rebosante de afabilidad (que, seguramente, tuvo), pero al que no se le atribuyen explícitamente aquellos otros aspectos que manifestaron su esquizofrenia, los que le llevaron a presentarse en la corte de La Reina sin previo aviso, a telefonear al presidente de los mismísimos USA a las cinco de la madrugada, o a reprender a su admirado Hitler “por no haber asesinado a suficientes judíos”. Unos detalles que hacen que, al salir del cine, sean 1.500 las dudas que asaltan al espectador, al haber asistido al planteamiento de una historia increíble y, en todo momento, forzada.

En un producto destinado a la satisfacción de un público nada exigente, sorprende gratamente la extraordinaria dirección de actores que desarrolla el documentalista. No sólo es digno de alabanza el trabajo de Whitaker (merecidamente galardonado), resurrección física del “rey de Escocia” filmado en 1.974 por Barbet Schroeder; sino que también lo son las interpretaciones de James McAvoy, Gillian Anderson y David Oyelowo. Tanto como la acertada fotografía de Anthony Dod, sobria y nítida dentro del Imperio Británico, de intensos colores en territorio ugandés.

Y como mis deseos cinéfilos se suelen materializar (recuerdo haber asociado la expresión ¡Qué grande es el Cine! con Infiltrados, hace cuatro meses en este mismo diario), me atrevo a formular uno más. La próxima vez que un cineasta decida adentrarse en el continente africano, huirá (como si de un tigre hambriento se tratara) del cínico mensaje que se desprende de Diamante de Sangre, así como también de la indefinición histórica creada por MacDonald.
Estoy segura de que las famosas siglas EEA (esto es África) todavía están pendientes de explicar.

No hay comentarios: