miércoles, 23 de mayo de 2007

EL NÚMERO 23. JOEL SCHUMACHER

A medio camino entre El Corazón del Ángel y una novela de Agatha Christie, “La Noche Eterna”; El Número 23 es el claro ejemplo de que Hollywood sigue contando con buenas ideas, que se traducen en guiones elaborados y desembocan en historias bien contadas. En el proceso, sin embargo, se antepone el misterio a la acción, la casualidad a la causalidad, los actores a los personajes... para determinar un thriller que sólo convence a los fans del conde Drako, aquel excéntrico habitante de Barrio Sésamo.


Proyecto número 23 de este William Wellman del siglo XXI, experto en enfrentarse y adentrarse en cualquier género y convertirlo en éxito rotundo de taquilla. Recordemos su acertada incursión en el cine romántico-musical, que nos dejó una moderna y memorable versión de El Fantasma de la Ópera. Un director versátil, que, por sus comienzos (sólo por ellos), nos trae a la memoria cinéfila a otro gran cineasta clásico, a John Sturges. Y es que Joel Schumacher sería diseñador de vestuario ,–Sturges, decorador-, antes de ponerse tras las cámaras.

En esta ocasión, en su área habitual, -el thriller-, (Asesinato en 8 mm), el realizador de títulos ya míticos como Línea Mortal, nos ofrece una interesante historia, que mezcla la consecución sorprendente del número 23 con otro tipo de obtención realmente ridícula.
Si decimos que la “consecución sorprendente” procede de la recopilación de datos históricos que tienen como protagonista al número 23 (23 son las puñaladas que se asestan al cuerpo de Julio César, 23 la hora en la que se lanza la bomba atómica sobre Hiroshima, 23 el día en el que nació y murió Shakespeare), ya no es necesario indicar que la “obtención ridícula” se debe al guionista, se refuerza con la actitud del director, y arrastra a personajes, crítica y público a la más absoluta de las paranoias, al agotamiento mental; que era (suponemos) su objetivo principal.

El resultado se traduce en un intenso bombardeo de hora y media, en el que ya no empalaga la llamada de atención explícita sobre el número 23 (autobús número 23, habitación número 23, 23 escalones), sino la inmensa cantidad de veces en las que éste aparece sin aviso (suma en las matrículas de los vehículos, historiales médicos). De ahí que esta película sea especialmente atractiva para quienes cultivan una extraña, adictiva e inconsciente afición por los números, y para los “pijoteros” que aprecian los detalles más insignificantes.

Al margen de la obsesión por el número 23, la complejidad del guión –que incorpora una multitud de subtramas en formato de cajas chinas- es resuelta por la pericia del director, de técnica impecable, estética concisa, adecuada estructura narrativa y especial relevancia visual, que desembocan en un relato preciso (miedo da pensar lo que habría hecho David Lynch con él), magistralmente interpretado. Una ocasión inmejorable para disfrutar de Jim Carrey, insoportable en los registros cómicos, excelente en los papeles dramáticos; en los que, puntualmente, no puede evitar su tendencia a la sobreactuación, a la gesticulación excesiva.

Notable alto, por lo tanto, para este thriller original y correctísimo, que parte de una de esas casualidades imposibles que restarían credibilidad a la totalidad temática, si no fuera por una revelación hallada en una cita bíblica, ¿cómo no?, en el Libro de los Números.
¿En qué número de capítulo, versículo?.....
¡Por favor, no lo pregunten!.

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