jueves, 24 de mayo de 2007

EL ILUSIONISTA

Cada vez que veo Casablanca, albergo la esperanza peregrina de que Ilsa no sube a ese avión. Cuando recuerdo la tragedia de los amantes de Verona, imagino una historia paralela en la que los mensajes llegan a tiempo y sin distorsión.
Sin ánimo de alterar guiones míticos ni de cuestionar clásicos literarios, es posible que, en algún momento, Neil Burger pensara como yo. Como la mayoría de los románticos del mundo.
El Ilusionista es un thriller romántico que consigue acaparar la atención del espectador desde el primer fotograma por un único motivo: se trata de una excelente producción, o lo que es lo mismo, de una película que está bien hecha.

Por un lado, nos encontramos con un metraje que, sin contar con una base argumental sólida, ni tan siquiera con un guión brillante, sí que logra hilvanar una estructura narrativa de impecable coherencia, que confiere maestría al resultado. El atípico caso en el que, partiendo de una materia prima insulsa (el texto original), se obtiene un producto, cuando menos, atrayente. Un logro importante, -atribuible a la dirección-, que no pasará desapercibido.
El secreto de este acierto narrativo radica en la utilización de elementos de culto, todos ellos recurrentes en cine, pero siempre efectivos cuando son empleados con corrección.

La historia se inicia con un primer plano del protagonista, que se encuentra en medio de un espectáculo en el que el público participa. Y es aquí donde los amantes del Cine Clásico podrían quedar “enganchados”, ya que la situación que se muestra, la algarabía en el patio de butacas, la ambientación y hasta los elementos arquitectónicos del teatro, recrean las escenificaciones de Los 39 Escalones de Alfred Hitchcock.
Tras el punto de partida, y dentro de un guión desestructurado que comienza por, prácticamente, el final del relato, se retrocede en el tiempo para conocer los detalles de la vida del genial Eisenheim a través de un atractivo flashback con voz narrativa en off. Unas peripecias que arrancan con la apertura de un objetivo, que se cierra cuando éstas concluyen; formando parte de un estilismo elegante que ya conocemos por cintas de otros géneros, al haber sido utilizado por François Truffaut y por Martin Scorsese.

Entre los desvelos del joven mago, nos encontramos con la existencia de un amor prohibido, alejado de sus expectativas. Y, de nuevo, los cinéfilos recordarán a otro virtuoso del mundo de la farándula que llega a un caso extremo por culpa, a causa o como consecuencia de una presencia femenina, El Gran Flamarion, de 1.945, de Anthony Mann.

Por otra parte, se aprecian recursos técnicos sobresalientes, en los que destacan el abuso de planos desenfocados, acordes con la trama de misterio; los acertados efectos visuales; una fotografía envolvente de tonos oscuros, y la suntuosidad y pulcritud de su dirección artística. Pero, quizás, el aspecto más llamativo se centre en el ambiente onírico que se consigue crear, propio de los cuentos, presente en Sleepy Hollow de Tim Burton y en el Drácula de Coppola.
No en vano, esta producción está basada en un cuento de Steven Millhauser. En realidad, una crónica simplona que, a ratos, rememora el trágico destino del hijo de la emperatriz Elisabeth de Austria-Hungría y, en el último momento, deja trascender una moraleja que espanta. A saber: cuando el afán de impartir justicia en un mundo que carece de ella pierde el sentido, tiene cabida la venganza, una actitud innoble y desproporcionada en el caso que nos ocupa, que lleva a la conclusión de que El Cartero Siempre Llama Dos Veces, y que la segunda, lo hace con más originalidad.

Por último, para narrar el desenlace, se recurre a las mejores adaptaciones de las novelas de la Reina del Crimen, a Sydney Lumet, a John Guillermin, con una profusión, confusión y difusión de explicaciones –bajo mi punto de vista- absolutamente innecesarias.

Dentro del reparto, es necesario subrayar la excelente interpretación de Paul Giamatti (el nuevo Richard Dreyfuss), que salta de cuento en cuento (procede de La Joven del Agua), para sobresalir entre sus compañeros; un Rufus Sewell aceptable; y una Jessica Biel mejorable.
Con independencia de los argumentos expuestos, que tienen la finalidad de convencer al lector de que ésta es una buena película -(realmente, lo es)-, contemplo la posibilidad de que no falten quienes caigan en un profundo trance hipnótico, del que no despierten hasta ser encendidas las luces de la sala. Si esto sucediera, sería una prueba irrefutable de que Edward Norton no sólo es un gran actor –(¿realmente lo es?), sino también el auténtico Ilusionista.

En cualquier caso, bien sea entusiasmo, decepción o indiferencia lo que esta historia les provoca, no olviden seguir el consejo que daba Billy Wilder a su Testigo de Cargo en 1.957: “Se ruega encarecidamente no contar el final”.

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