viernes, 25 de mayo de 2007

LOS BORGIA. Ambición, Pasión, Poder.

Se presumía como el gran sueño de todo cinéfilo amante del género histórico: un pasaje de nuestra Historia contada por un cineasta propio. Ambientación perfecta, inmejorables actores, despliegue técnico sin precedentes y un guión elaborado. Una atractiva propuesta, en la que la única nota discordante se aventuraba en la dicción ceceante de tan peculiar Catherina Sforza. Pero, a fin de cuentas, un sueño.... de lo que pudo ser.

Es posible que, al salir del cine, algunos cinéfilos recuerden aquella frase graciosa con la que la crítica estadounidense definió el trabajo del actor John Malkovich en Las Amistades Peligrosas de 1.988: “Sus andares, más propios de un habitante de Brooklyn que de un aristócrata francés del siglo XVIII”. Salvando las distancias –si es que se puede- algo similar podría escribirse, en esta ocasión, de un César Borgia tan poco convincente. Una penosa actuación, que debe gran parte de su escasa brillantez a las extrañas licencias lingüísticas que, en muchos momentos, se permite el guión, y que resultan más cercanas al argot de la movida madrileña que al lenguaje característico y propio de los personajes del siglo XV.
Aun así, no es ésta una cuestión para rasgarse las vestiduras –todavía-, si tenemos en cuenta que ese aspecto –el vestuario- sí que es merecedor de una mención destacada. Por algo o para algo estamos hablando de una superproducción.

Dentro de un marco de incomparable belleza paisajística al haber sido rodada en espacios históricos reales –hecho que las cámaras no han sabido explotar ni transmitir al espectador-, la historia que se muestra permanece fiel al relato del novelista Mario Puzzo. Una nueva visión sobre la familia gandiense, encaminada a desmontar la leyenda negra que, propiciada en su época, recayera sobre ella durante siglos. Se consiguen buenas caracterizaciones de los personajes de Lucrecia y de un Juan Borgia discreto, proveniente de una actuación más que aceptable. El ceceo (y otros), propios de una cantera de actores que no ha trabajado en teatro (“la madre del cordero” de la declamación), no es óbice para que Paz Vega, en esta ocasión, brille con luz propia, en contraposición con la nueva mirada que se arroja sobre Alejandro VI, en la que la siniestralidad –que le sigue atribuyendo la novela- se transforma en caricaturesca majadería.

En el ámbito histórico, el espectador no ha de temer. Los responsables del metraje garantizan que los diversos estados italianos sigan conservando sus nombres (por ejemplo), y la Historia su esencia. Con la “perspectiva que da la distancia” son numerosos los casos en los que cineastas americanos crearon reyes y países inexistentes. Recuérdese El Cid de 1.961, en la que el asesoramiento de D. Ramón Menéndez Pidal no pudo impedir que Heston Díaz de Vivar tomara la plaza de Valencia “en nombre del Rey de España”, en plena época de la Reconquista. En este sentido, Los Borgia sí que se plantea como una magistral y típica clase de Historia. Entiéndase por “típica” aquélla de primera hora del lunes, en la que el tono de voz del profesor, monótono y lineal, hacía volar la imaginación, no al siglo XV y sí a un pasado mucho más reciente: el último fin de semana. Un viaje mental que solía ser interrumpido bruscamente cuando la voz tediosa y cansina alzaba el volumen. En la película, el giro que hace salir del sopor procede de la “desestructuración”, descomposición del guión.
No cabe duda de que es muy inteligente comenzar a contar un relato por, prácticamente, el final de éste, retroceder “doce años antes”, avanzar “tres años después”, volver al punto de partida y concluir. Un invento que le funcionó a uno de los Grandes en Uno de los Nuestros, Don Martin Scorsese, y que suele conseguir acaparar la atención del espectador. Ahora bien, por mucha superproducción que sea y por mucha descomposición que se proponga, toda película ha de contar con un principio, un desarrollo con su “heat of the moment” correspondiente y un desenlace. Intentar tener demasiados arranques con sus posteriores análisis, sólo logra dar la sensación de estar asistiendo a la proyección de un amalgama de capítulos de serie de televisión, torpemente unidos por un deplorable montaje.

En el apartado de las sorpresas, lo que sí llama la atención es saber que en la película no hay ni una sola batalla épica. Las diversas contiendas se insinúan al espectador con la presencia de cadáveres en el campo de batalla, con César Borgia jugando con su espada, o recurriendo al viejo truco del mapa, en el que una línea de color rojo marca el avance unificador. Algo parecido se le propuso en su día a Stanley Kubrick para relatar Espartaco. Una idea que el director desechó, porque acudir a este proceso narrativo nunca transmitiría la importancia histórica de un ejército de esclavos que puso en jaque al mayor poder político conocido en el mundo antiguo, el de Roma. Y eso es, precisamente, lo que sucede en este trabajo, que no se alcanza a entender la fama de sabios estrategas, de mejores guerreros, y de arrogantes insolentes que fomentarían el odio y la envidia de cuantos coincidieron en su caminar, que no se sabe dónde está la Grandeza de los Borgia.

Aunque, quizás, lo más sorprendente de toda la cinta se halle en la lamentable escena en la que Lucrecia muestra una carta de su hermano César al duque de Ferrara, en lo alto de un torreón. Una secuencia indigna de un cineasta a quien se debe una pequeña joya En la Ciudad sin Límites.
Y ésta es la historia de Los Borgia, un producto intencionadamente diseñado para ser rentabilizado hasta límites inexplorados todavía por el Cine español. Al “Cómo se rodó”, le ha seguido la película, y a ésta lo hará la serie de televisión, con sus reposiciones anuales durante el próximo siglo. Ya tiene rival la familia Alcántara.

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