jueves, 24 de mayo de 2007

DREAMGIRLS

Sublime espectáculo musical –que no cinematográfico-, que despierta los sentidos con su magistral puesta en escena, deleita el ánimo con una banda sonora inolvidable y engrandece el espíritu con la desgarradora historia que forjan los inimitables colores de sus voces negras. Una película con nombre propio, Jennifer Hudson, que homenajea a todas las Effie White del mundo; aquéllas que, sistemáticamente, “causan problemas”.
Por el precio de una entrada de cine, asistimos a un espectáculo en Broadway. Ésa es la magia del séptimo Arte y la principal propuesta que ofrece Dreamgirls.
A diferencia de lo que sucediera en otros exitosos musicales, tales como Evita, Chicago o Cabaret; en esta ocasión, se realiza una adaptación a la gran pantalla con excesiva fidelidad, hasta el punto de no poder hablar de una película que contiene música –definición de “musical” como género cinematográfico- sino de música que encierra diálogos.
Para llegar a esta conclusión, sólo tenemos que revisar los musicales clásicos americanos. En todos ellos, el hilo de la historia se interrumpe para dar paso a una canción, terminada la cual, se procede a la reanudación del primero. Los números musicales, por lo tanto, siempre suponen un paréntesis, en ningún momento la continuidad argumental. Sirven para recrear sentimientos (el enamoramiento de Cantando Bajo la Lluvia), reflejar los estados de ánimo (Dorothy en El Mago de Oz), o describir a alguno de sus personajes, como ocurre en Un Americano en París.
Puede que sea en los años sesenta, quizás, con West Side Story, cuando se empieza a vislumbrar cierta homogeneidad entre los factores música-argumento; una técnica que se irá desarrollando en las décadas posteriores para desembocar en Dreamgirls, que podría marcar un hito en la historia del cine musical.

En realidad, nos encontramos en medio de un concierto, en el que, de vez en cuando, se conecta verbalmente con el público. Una atípica estructura, de narrativa irregular, que cuenta con la profundidad que reinventara un genio llamado Bob Fosse, pero que, en última instancia, se traduce en un espléndido espectáculo musical, no cinematográfico.

En cualquier caso, es innegable que el planteamiento que configura su guión se concibe de manera inteligente, amparado en un alumbramiento no exento de astucia. Por ello, todos suponemos que las chicas de Detroit que forman un grupo de pop-soul, podrían ser The Primettes, más tarde conocidas como The Supremes, tal y como sugiere la película. Deena, la solista que estudia ofertas de cine, no sería otra que la protagonista de Lady Sings the Blues, nominada al oscar a mejor actriz principal en 1.972. La rebelde Effie, Barbara Martin, que abandonó la formación en 1.961 y no llegó a grabar con Montown. La simpática Lorrell, Mary Wilson, de inmenso talento, relegada a los coros por decisión del productor. Un productor, antiguo trabajador de la Ford, con tremenda audacia para los negocios, que sería Berry Gordy.
Sin embargo, ¿quién podría asegurar todos estos aspectos?. Afortunadamente para el productor de la película, nadie. Los personajes están lo suficientemente difuminados para que cualquier parecido con la realidad sea mera coincidencia, las diversas biografías se mezclan; por lo que Diana Ross puede negarse a ver la película, pero no podrá interponer ninguna demanda. Son frecuentes las múltiples argucias utilizadas por el guionista y director para evitar la lluvia de querellas.

Camino de los Oscar, nos encontramos con ocho justificadas nominaciones, tres de ellas en la categoría de mejor canción. Un apartado en el que podría triunfar Listen, con música de Henry Krieger y letra de Tom Eyen, interpretada por Beyonce. Siendo más que probable que también se obtenga la estatuilla por el mejor diseño de vestuario, a no ser que los Académicos consideren que unas deportivas forman parte del atuendo habitual de una reina francesa del siglo XVIII. Son americanos, ajenos a las monarquías... ¿quién sabe?.

Lo que sí se puede afirmar es que sus actores de reparto cuentan con grandes posibilidades de alcanzar algunos minutos para pronunciar un discurso de agradecimiento. Un galardón muy merecido para Jennifer Hudson, verdadera protagonista de una historia que decae en todos los fotogramas en los que ella está ausente. Es decir, que mientras Usa Today imprime el titular de “A Star is born”, Eddie Murphy bendecirá el día en el que aprendió a cantar, a sobreactuar, a imitar los desmayos de un posible James Brown, a “espantar” a los clientes blancos de una sala de fiestas de Miami con sus alaridos. Una escena –esta última- repleta de excelente buen humor, que trae a mi memoria cinéfila el momento en el que Jack Lemmon (con una molesta orquesta de fondo) ahuyenta con sus graznidos a la insulsa novia de James Stewart en Me Enamoré de una Bruja.

Y es que Dreamgirls no sólo es una película para tararear y para bailar en la butaca del cine. También hacer reír, y hace llorar. Pero, fundamentalmente, en una época en la que un negro no puede comprar la casa que su dinero le permite, en la que la música de los compositores de color es robada por las productoras de los blancos, en la que los grandes artistas morenos “cantan, bailan y pasan la fregona”, Dreamgirls es una película que obliga a creer en los sueños.

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