Rara vez segundas partes fueron tan buenas. Notablemente superior a ‘El León, la bruja y el armario’, con ‘El Príncipe Caspian’ se inicia la magia en Narnia, y el cine encuentra una importante muestra del mejor género juvenil épico y de aventuras.
ADVERTENCIA IMPORTANTE: Al adentrarse en Narnia, el tiempo que conocemos se congela. Por ese motivo, sus 144 minutos de metraje se antojan un suspiro.
TITULO ORIGINAL The Chronicles of Narnia: Prince Caspian
AÑO 2008
DURACIÓN 144 min.
PAÍS USA
DIRECTOR Andrew Adamson
GUIÓN Andrew Adamson, Christopher Markus, Stephen McFeely (Novela: C.S. Lewis)
MÚSICA Harry Gregson-Williams
FOTOGRAFÍA Karl Walter Lindenlaub
REPARTO Ben Barnes, William Moseley, Skandar Keynes, Anna Popplewell, Georgie Henley, Sergio Castellitto, Alicia Borrachero
PRODUCTORA Walden Media / Walt Disney Pictures / Stillking Films Cuesta creer que la primera parte de Las Crónicas de Narnia llegara a gustar a alguien que ya haya perdido su último diente de leche. Las productoras, quizás motivadas por una absoluta fidelidad al original literario, cometían el error de enfocar la totalidad de la historia a través de los ojos de una niña pequeña (la preciosa Georgie Henley), desenfocando al resto de los personajes y logrando un guión plano y simplista que se desarrolla con ritmo lento e irrelevante. Sobresaliente en algunos, pocos, tramos del metraje, el tono cinematográfico predominante se debatía entre leves alusiones al mundo de Tolkien y recurrentes miradas “al otro lado” de Lewis Carroll, con una puesta en escena lineal de eternas baldosas amarillas que buscan la luz de la farola entre sombras de dragones y mazmorras, y que dejaban reducida la supuesta magia de Narnia al impresionante realismo que desprenden sus animales parlantes... o al susto que pudo provocar la soberbia actuación de Tilda Swinton en los más peques de la casa. En líneas generales, se puede hablar de El León, La Bruja y el Armario como de una película intrascendental, que los más optimistas calificaron de “demasiado infantil”, que a otros nos dejó la sensación de producto inacabado –o lo que es peor- de elaborado con cierta desgana; y que, en ningún caso, podía presagiar una secuela brillante.

El Príncipe Caspian, para asombro de muchos, salva todos los errores de un torpe comienzo de las crónicas narnianas (siete en total), conteniendo un equilibrio perfecto entre los clásicos cuentos de Disney (príncipes azules, pérfidos villanos, puentes levadizos que alcanzan castillos de ensueño, veloces corceles y sabios alquimistas), y las mejores aventuras épicas de corte fantástico. Imaginen una mezcla con los mejores momentos de películas como Robin Hood, Príncipe de los Ladrones (momentazo de la cámara que sigue la trayectoria de la flecha que cruza los cielos), Timeline (pasadizos secretos que propician viajes imposibles en el espacio-tiempo) y Las Dos Torres de El Señor de los Anillos (los árboles entrando en batalla), a los que se añade un meritorio combinado de acciones que apuestan por la igualdad, la libertad y la fraternidad entre todos los seres vivos. Y es que mientras algunos críticos norteamericanos se escandalizan advirtiendo de su “peligroso contenido religioso”, llegando incluso a hablar de un disimulado “llamamiento a la guerra santa” (¡lo que hay que leer!), otros nos rendimos ante la firme propuesta que aboga por una sociedad multirracial (castores, centauros, minotauros) y pluricultural (humanos, telmarinos) que conviven en paz.

“El segundo capítulo de un sueño eterno”, como define la película uno de sus responsables, cuenta con un elaborado guión, de sólida estructura y ágiles diálogos, en el que todos los personajes encuentran un lugar privilegiado, encajando como piezas precisas de un aparatoso espectáculo de aparente sencillez. Según una máxima cinematográfica, los mejores efectos especiales son siempre aquellos que pasan desapercibidos y, en este sentido, resulta difícil convencerse de que el león no sea real, o de que los hermosos paisajes de Narnia nunca existieran tras los abrigos de algún armario ropero. Los rocambolescos, abundantes y monótonos decorados de la primera parte son sustituidos por paradisíacas localizaciones halladas en Nueva Zelanda; los tiempos muertos, protagonizados por la joven reina, que presidían la aventura anterior, quedan reducidos al espacio onírico, para priorizar un desbordante despliegue del mejor cine de acción que se ve acompañado por un impecable diseño de producción, una sobria dirección artística, un acertado montaje y una inmejorable fotografía. Con una factura impecable y una encomiable dirección técnica, la ficha artística, con una mención especial para los actores españoles, cumple con la misión principal de “hacernos creer”; mientras que el conjunto de la cinta, por su parte, con la suya, que es la de entretener.

Para el recuerdo, el grito exaltado del sumo monarca Peter, El Magnífico, en su defensa de los más débiles; la confianza depositada por la Reina Susan, La Benévola, en su arco mágico; los poderes del elixir milagroso de la Reina Lucy, La Valiente; y el don de la ubicuidad al que nos ha acostumbrado el gran Rey Edmund, El Justo. Para la curiosidad, saber que todos ellos, héroes y heroínas valerosos, son jóvenes estudiantes de un colegio británico. Para los cinéfilos, una película especialmente recomendada para los niños y para las no tan niñas; para los que creen en el poder de la palabra (o del rugido) frente al de las armas; para las que no tenemos sentido de la orientación pero sabemos hacer dos cosas diferentes al mismo tiempo; para quienes se emocionan cuando el gran Aslan, cual político español, hace poner en pie a los reyes - y a las reinas- de Narnia; para quienes saben que hay un momento para todo y momentos a los que no se puede retornar; para quienes son conscientes de no poder cambiar el pasado pero apuestan por el futuro; para los que y las que, alguna vez, nos hemos sentido imprescindibles en algún lugar maravilloso.
En pocas palabras, para un tipo de público que todavía cree que una película pueda cambiar el mundo.