miércoles, 30 de abril de 2008

DUEÑOS DE LA CALLE

Thriller policial absolutamente previsible, que consigue entretener con una acertada planificación de las escenas de acción, y mantiene la atención gracias a un historia que antepone el “viaje” al “destino”, como en los mejores filmes “noir”.




TITULO ORIGINAL Street Kings
AÑO 2008
DURACIÓN 109 min.
PAÍS USA
DIRECTOR David Ayer
GUIÓN James Ellroy, Kurt Wimmer, Jamie Moss (Historia: James Ellroy)
MÚSICA Graeme Revell
FOTOGRAFÍA Gabriel Beristain
REPARTO Keanu Reeves, Hugh Laurie, Chris Evans, Forest Whitaker, Naomie Harris, Terry Crews, Common, Amaury Nolasco, Cedric the Entertainer, Jay Mohr
PRODUCTORA Fox Searchlight Pictures / Millennium Films / Regency Enterprises / Yari Film Group


¡Qué guapo-guapísimo-guapérrimo que es Keanu Reeves!, y qué forma tan poco seria y convencional de comenzar una crítica cinematográfica que, en realidad, debería ir encaminada ¿por qué no? a desenmarañar las claves del Cine Negro, del género por excelencia, del que tantas referencias contiene para entender la Historia del séptimo arte. De un universo, fascinante para muchos cinéfilos, que tan difícil resulta de delimitar a pesar de que los eruditos en la materia se hayan encargado de enumerar sus múltiples características; a pesar de que los señores de la Nouvelle Vague indicaran un título de referencia, Historia de una Detective, que contenía sus principales elementos; a pesar de que el cineasta Coppola, en una ejemplar ejercicio de síntesis, dijera aquello de que “los secretos de los salones de té salen a la calle”. Un mundo enrevesado que suele anteponer el “viaje” al “destino”, las desventuras del detective “huele-braguetas” y los engaños a los que se ve sometido en una tela de araña en la que nada es lo que parece, al resultado final del cómo, el porqué, o el quién mató a quién. Un aspecto, este último, muy importante, que logra explicar el principal atractivo de Dueños de la Calle, por ser el motivo fundamental que salva un producto viciado desde sus orígenes.



En una precrítica, -que no es otra cosa que un “hablar por no estar callados” de una película que todavía no se ha visto-, me atreví a asegurar que éste sería el claro ejemplo de un excelente argumento (la historia pertenece al creador de L.A. Confidential y guionista de La Dalia Negra) que había tenido la mala suerte de topar con un director que supo convertir una mítica serie televisiva, Los Hombres de Harrelson, en un bodrio fílmico. Al salir del cine, admito mi error, y es que el menor de los males se encuentra en la dirección, siendo éste atribuible a la adaptación de un guión que, por exigencias de los productores, “salta de época” para trasladar los disturbios raciales de la ciudad de Los Ángeles en 1992 hasta nuestros días. En aquella fecha, un jurado compuesto por blancos, absuelve a cuatro agentes de policía de la paliza propinada a un delincuente de color, lo que provoca enfrentamientos y revueltas bajo una oleada de terror.

Dieciséis años después, se minimizan, hasta desaparecer, las diferencias étnicas, que se reducen a frases sin sentido dentro del contexto que los contiene, como “eres un racista por disparar sobre los coreanos” o “malditos blancos de m.”; para centrarse en la brutalidad policial de quienes nos protegen que, de alguna manera, queda justificada en la figura del héroe que, por casualidad, llega al corazón de corruptela a destruir. Se abre entonces, para el enriquecimiento argumental, un doble frente por el que desciende el protagonista en una película hecha a su medida. Y es que Reeves, penúltimo de los actores que todavía conserva la magia de los galanes del cine clásico, sabe enamorar –como ninguno- bajo el papel del policía de métodos cuestionables que actúa al margen de la ley; y puede convencer –como pocos- gracias a una inexpresividad que le viene de serie, en la caracterización de un personaje “más tonto que los otros” que se lanza al proceso de redención ajeno al desarrollo de los acontecimientos.



Los espectadores, que no saben reconocer un 2-11 antes de que se presente ni actuar por causas de fuerza mayor a la velocidad del relámpago, sí que podrán desarticular la totalidad de la trama desde el minuto número ocho de metraje. Gracias a un guión de diálogos brillantes que, sin embargo, se encarga de insertar comentarios demasiado explícitos (“Por tu propio bien, no te alejes demasiado o no podré rescatarte”), y por culpa de una dirección de actores tan cuestionable como las técnicas del “guapérrimo”; los falsos buenos y los falsos malos dejan de ser malos y buenos para ser, simplemente, falsos. Sólo que, en contra de lo que cabría suponer, los descarados -y no intencionados- previsibles giros, logran sobrevivir en medio de apoteósicas escenas de acción y de planificaciones milimétricas que, en no pocos momentos, quedan desvirtuados por el lamentable montaje que las recopila.

Con sus continuos guiños cinéfilos: “Alégrame el día” de Clint el sucio (Don Siegel, 1971), “¿Conoces la historia de Serpico, el policía que..?” (Sydney Lumet, 1973), y las continuas alusiones a “El Tercer Hombre” que puede que nunca haya existido, (Carol Reed, 1949); Dueños de la Calle discurre por la estela del mejor cine policíaco; con un interesante encuadre de primeros planos, un duelo interpretativo recogido en planos-contraplanos dignos de mención, y un mimo por los detalles que no nos dejan indiferentes; para llegar a un resultado claramente inferior al de las producciones de temática similar de los años 70.




Y, en un balance final, en el que sería imperdonable dejar de mencionar la siempre eficaz actuación del último rey de Escocia, la excelente interpretación del médico capullo, y la impagable presencia de otro “guapérrimo”, Chris Evans; me atrevo a recomendar la película de Ayer (apellido del director). Aunque, no se engañen, siempre hubo críticos a los que les gustó presumir de la impunidad que gozan los policías del departamento de Los Angeles; y es que, en demasiadas ocasiones, “no importa lo que suceda, sino cómo se escriba”.

miércoles, 23 de abril de 2008

ELEGY

En un satisfactorio “Dios los cría y ellos los juntan”, tres productores norteamericanos consiguen reunir, en una misma película, la limpieza técnica de la directora Isabel Coixet, la obra del Premio Pulitzer Philip Roth, la adaptación de uno de los mejores guionistas de las últimas décadas, y un reparto de lujo.
¿El resultado?, ¡No se la pierdan!.




TITULO ORIGINAL Elegy
AÑO 2008
DURACIÓN 108 min.
PAÍS USA
DIRECTOR Isabel Coixet
GUIÓN Nicholas Meyer (Novela: Philip Roth)
MÚSICA Varios
FOTOGRAFÍA Jan Claude Larrieu
REPARTO Ben Kingsley, Penélope Cruz, Dennis Hopper, Patricia Clarkson, Peter Sarsgaard, Deborah Harry, Charlie Rose, Antonio Cupo, Sonja Bennett, Chelah Horsdal
PRODUCTORA Lakeshore Entertainment


A mí me hacen mucha gracia los comentarios que surgen cada vez que una (un) cineasta española (español) saca los pies del tiesto y alcanza el reconocimiento internacional. Sí, ese tipo de reconocimiento que existe más allá de las subvenciones y de las envidias solapadas de un país de lunes al sol. Y me hacen mucha gracia porque llega un momento en el que estos comentarios, que suelen girar en torno a un eterno “sí, pero no”, dejan de afectar a la (al) cineasta en cuestión, para salpicar de lleno a “sus críticos acérrimos”.Se plantea entonces, por la parte que nos toca, la ardua tarea de intentar explicar a los que tanto saben de cine que, lejos de limitarnos a contemplar la “temática repetitiva de drama intimista” que ellos ven en la filmografía de una directora que siempre ha llamado nuestra atención, los acérrimos preferimos argumentar y recordar.

Recordar que existieron grandes directores, como Huston o como Mankiewicz que, además, eran excelentes guionistas y mejores dialoguistas, que podían “encerrar” a dos actores en medio de la nada para, sin más alicientes, contar una historia que supiera captar la atención del espectador desde el principio hasta el final. Por ello, quienes no sabemos lo que es el cine, pero lo reconocemos en cuanto lo vemos, sabemos apreciar tal proeza, casi imposible e impensable en el panorama contemporáneo, en cuanto ésta se presenta. Guiones sólidos sin fisuras, historias honestas que pasan a través del narrador para llegar en estado puro a los espectadores, habilidades técnicas de una limpieza irreprochable, primeros planos que son el sueño de toda actriz y de todo actor, impecable precisión que perfila los distintos personajes y sus evoluciones, sorpresas metafóricas, diálogos brillantes... las conjunciones perfectas que abarca una escritora de películas que sabe crear imágenes únicas; las argumentaciones que empleamos los “acérrimos” para reivindicar que, no en vano, nos encandila el cine de esta mujer.



The Dying Animal es un relato corto del laureado y aclamado novelista Phliph Roth, que explora la dicotomía de Eros y Thanatos, y que es adaptada para el cine por el director y guionista Nicholas Meyer (Los Pasajeros del Tiempo, 1979), quien ya adaptara con éxito La Mancha Humana, del mismo novelista, que sería interpretada por Anthony Hopkins y Nicole Kidman; disipando, de este modo, el miedo a que el guión que iba a ser dirigido por la española (el primero de su carrera que ella no firma), no contara con la suficiente consistencia que le permitiera desarrollar su magnetismo fílmico.

En un intenso flashback, de inclusión imperceptible, que busca la espalda del protagonista para encontrar la lluvia intensa que barre los cristales, el cínico, realista o infantil estudioso de los orígenes del hedonismo americano, que habla como Cary Grant con La Muerte en Los Talones, intenta aprender que, como dijera Bette Davis, la vejez no está hecha para los cobardes, y es que hay que dejar de preocuparse por envejecer para intentar madurar. Un barco, quizás a la deriva, que navega por el amor a la independencia, no exenta de sacrificios; que reposta en la sexualidad no comprometida que le depara quien no consigue mantener las formalidades que reclama; que zozobra ante la hipocresía que distingue entre el adulterio ajeno, capricho de libertinos, y el propio como un estado maravilloso con música de oboe; que encalla en la playa del poeta que no sabe qué es la poesía, pero la reconoce en cuanto la oye; y naufraga ante la obra de arte que puede ser comprada pero no poseída, porque, de alguna manera, son las obras de artes las que poseen a quienes las compran.



Los amigos se aceptan tal y como son, los planos desenfocados y los giros bruscos de cámara anticipan los acontecimientos. La belleza exterior hace invisible o ininteligible el mundo interior, la transformación del personaje que interpreta Penélope Cruz, traspasa el corazón. En los momentos difíciles siempre se busca a aquella persona que nos amó, los planos subjetivos que recrean un falso flashforward resultan magistrales. Cuando haces el amor con una mujer, te vengas de todas las cosas que te han derrotado en la vida, mientras la belleza visual de las escenas que transmiten la odiosa sensación de celos perduran en el recuerdo. Ella se aparta el flequillo de la cara, él le sonríe, y el embelesamiento hace partícipes a quienes sólo podemos admirarles. Dentro de diez años, volveremos a leer el libro y será diferente, porque nosotros habremos cambiado, pero la correcta utilización de la voz en off de esta película siempre será sobresaliente.

Y, entre relatos de Kafka, Majas de Goya, Meninas de Velázquez y nuevas fotografías tomadas junto al mar como modernos cuadros de Soroya, se puede explicar a los detractores que Elegy es una buena película porque tiene el sustento de un gran guión y la ejecución precisa de una virtuosa tras las cámaras, pero nunca que es el cine, ¡maldito traidor! el que, a veces, sólo a veces, golpea duro en el alma.

miércoles, 16 de abril de 2008

RETRATOS DEL MÁS ALLÁ

Decir que esta especie de “Cosas que hacer en Tokio cuando buscas fantasmas”, con ínfulas de “Lost in Translation” y regusto a “Lo que la Verdad Esconde” es mala, sería hacer un favor al director japonés de “Infection”. Lo cierto es que nos hallamos ante la peor versión americana del enésimo cuento imposible asiático.

TITULO ORIGINAL Shutter
AÑO 2008
DURACIÓN 85 min.
PAÍS USA
DIRECTOR Masayuki Ochiai
GUIÓN Luke Dawson
MÚSICA Nathan Barr
FOTOGRAFÍA Katsumi Yanagishima
REPARTO Joshua Jackson, Rachael Taylor, James Kyson Lee, David Denman, John Hensley, Megumi Okina
PRODUCTORA Regency Enterprises / Vertigo Entertainment




“Las fotografías de espíritus llevan con nosotros desde el siglo XIX, es decir, desde que se inventó la fotografía. Son manifestaciones del más allá que necesitan dar un mensaje. Si no, ¿qué sentido tendrían?”.

¿Inspirar a guionistas mediocres? ¿Rentabilizar otra historia de fantasmas en el cine? ¿Amedrentar, por no decir “acojonar”, a los que encuentren manchas blancas en los revelados de sus fotografías?. Al margen de estas contestaciones, las más interesantes de un lamentable lote que se me acaba de ocurrir a voz de ¡pronto!, la verdadera respuesta habría que buscarla en la tendencia del cine asiático a unificar sus creencias ancestrales, -entre las que se encuentra la existencia de espíritus-, con la irrupción de las nuevas tecnologías. Así, los primeros habrían de llegar hasta el mundo de los vivos a través de cintas de vídeo (The Ring), teléfonos móviles (Llamada Perdida), transplantes de órganos (The Eye. Visiones), o ¿por qué no? desde instantáneas tomadas con una cámara digital. Un aspecto al que se suma el atractivo de las versiones americanas, acercando los diversos productos orientales de espectros estáticos y vengativos que amenazan a los humanos que no pueden escapar de su destino, a un público familiarizado con la fenomenología dinámica de los “poltergeists”... Y la mezcolanza de culturas en aras del horror, funcionó. Funcionó hasta el punto de que todo lo que sabe a terror asiático ha sido estudiado, copiado y perpetrado siguiendo unos inamovibles clichés que, hace tiempo, comenzaron a aburrir.



La película que hoy comentamos, lejos de ser una excepción, se gana a pulso el premio al peor remake del enésimo cuento imposible asiático para no dormir. Basada en una cinta tailandesa, Shutter, del año 2004, que batió el récord de ingresos en las salas de su país, Retratos del Más Allá es una producción estadounidense, con director japonés, y actores principales americanos, que nada –fuera de una considerable pérdida de tiempo-tiene que ofrecer al espectador europeo; ése que ya empieza a pensar que este tipo de historias se pueden definir con la coletilla que, tradicionalmente, se ha venido aplicando a las películas porno, y que no sería otra que la de: Vista una, sobran las demás.

Masayuki Ochiai, conocido cineasta del género, incumple con el principio básico de “dar miedo”, que es sustituido con pretensiones de sensual dramatismo, burdos análisis psicológicos del forastero que reside en otro país, y por la equivocada, absurda y tediosa solemnidad que se imprime al planteamiento de un producto que irá destinado, principalmente, a los adolescentes. Fiel a un estilo que antepone los desnudos, la narración fílmica pausada hasta la exasperación, y el gusto por el melodrama que ya impulsara en proyectos como Parasite Eve (1997), deriva, en la que es su primera película americana, hacia un insólito patetismo encaminado a la pseudo-profundidad de una historia que sólo es concebida con una ración doble de palomitas.




El guionista, por su parte, un debutante obsesionado por los mangas japoneses, olvida –o no sabe- que las conexiones explicativas que desarrollan el argumento siempre han de ser posteriores a los acontecimientos. Adelantarlas de manera explícita, sin ni siquiera tener la decencia de enmascararlas en indicios improbables o en frases que sólo serán percibidas por los más avispados, delatan una preocupante falta de imaginación, incitante a la ofensa.
Ni que decir tiene que los llamados “momentos culminantes” de una película de terror, se inventan, -se reinventan, de ser necesario-, y no se limitan al plagio de refritos de otras cintas que funcionaron en taquilla. Ya no nos asustan las imágenes inquietantes e intermitentes que son recortadas en medio de la carretera y en plena noche. Nos vacunamos con el autoestopista ochentero que creó Spielberg para un episodio de Historias de la Cripta, en el que el atropellado dedicaba su tiempo post-mortem a perseguir a la atropelladora con la irrisoria e inolvidable sentencia de “gracias por el viaje, señora”. Tampoco tememos las figuras que, sentadas en una silla y de espaldas a la cámara al más puro “savoir faire Hitchcockriano”, girarán sobre sí mismas, no para descubrir el rostro enigmático de James Stewart, y sí el de un ser –llamémosle- menos llenos de vida. Nos vacunamos en una escena protagoniza por la adorable Naomi Watts, perteneciente al remake de The Ring. Y, por supuesto, esas “cosas reptantes” –en otra vida, mujeres- que pasan del suelo a las paredes para ser introducidas –por motivos que desconocemos- dentro de un cuadro, dejaron de impresionarnos en la ¿octava entrega? de La Maldición.



De poco –de muy poco- le ha servido al director de fotografía, Katsumi Yanagijima, la “inspiración” que fue a buscar a una exposición sobre fotografía y ocultismo en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, ya no para captar las “imágenes del más allá” (título con el que se conoce este bodrio en Méjico), sino para capturar el más mínimo atractivo de la impresionante ciudad de Tokio, que es mostrada con el mismo entusiasmo de quien rueda en el callejón sin asfaltar que hay cerca de mi barrio. Por no hablar de la insulsa y repetitiva partitura que, inexplicablemente, pertenece al creador de la banda sonora del Grindhouse de Rodríguez-Tarantino; o de la interminable sucesión de planos que hace descender un vehículo por un improvisado precipicio, para situarlo frente a un árbol que se encuentra a medio metro de la calzada que lo despidió.

¿Seguimos enumerando desatinos?, Mejor no. Acabo de recordar a aquella especie de novio que tuve un vez.... y creo que un espejo y una Polaroid podrían explicar este insistente dolor en el cuello....

viernes, 11 de abril de 2008

LA COSTILLA DE ADÁN (George Cukor, 1949)

-Me apetece escribir una crítica de cine clásico
-¡Pues hazlo!. ¿De qué película?
-No lo sé. ¿De qué película la hago?
-¿Y si te digo una que tú no has visto?
-Jajaja, Vale. Tengo una idea mejor, ¿por qué no me regalas una de las tuyas para mi blog?
-Tú eliges...

Esta mañana os quiero presentar un blog que lleva enlazado con Cómo Casarse con un Millonario desde el principio de los tiempos, y con él a un gran cinéfilo, mejor amigo y crítico excepcional.
La Imagen en el Alma tiene más de 300 entradas llenas de sensibilidad, sabiduría y buen cine, y es la imprescindible fuente de consulta en la que tantas veces he repostado.
No era fácil elegir una sola crítica, pero confieso que la reseña que os pongo me desarmó.



TITULO ORIGINAL Adam's Rib
AÑO 1949
DURACIÓN 101 min.
PAÍS USA
DIRECTOR George Cukor
GUIÓN Ruth Gordon & Garson Kanin
MÚSICA Miklós Rózsa
FOTOGRAFÍA George Folsey (B&W)
REPARTO Katharine Hepburn, Spencer Tracy, Judy Holliday, Tom Ewell, David Wayne, Jean Hagen
PRODUCTORA Metro-Goldwyn-Mayer
ARGUMENTO: Amanda y Adam Bonner son un idílico matrimonio de abogados cuya paz conyugal se ve afectada cuando se enfrentan en el tribunal como fiscal y defensor, respectivamente, del mismo caso: una mujer es juzgada por disparar contra su marido y la amante de éste. Adam no duda en la culpabilidad de la acusada, pero Amanda basa su defensa en la igualdad de derechos.


El gran mérito de una película que trata sobre el feminismo desde una perspectiva imparcial es que sabe cuándo dar a las mujeres la razón y cuándo debe quitársela a los hombres. Y lo que es aún mejor, hacerlo poniéndonos a todos una sonrisa en la boca. Una sonrisa sana, no basada en el enfrentamiento rabioso de los sexos opuestos, sino prisionera del buen gusto, del sentido del humor elegante. Todo esto que escribo son sólo letras de la ley del éxito que no se pueden ver refrendadas si en el reparto de una película no hay dos nombres tan adecuados y sublimes en sus papeles como Katharine Hepburn y Spencer Tracy.

Más allá del hecho de que fueran pareja en la vida real, podemos intuir cómo con una simple mirada llegan a la compenetración absoluta, cómo son las dos partes de una misma persona, cómo en su mutua oposición hay un ensalzamiento de esa “pequeña” diferencia que separa a hombres de mujeres. Y lo hacen sin que esa diferencia parezca motivo de separación, todo lo contrario. Son dos intérpretes que traspasan la película de tal modo que, cuando la historia termina, tantos unos como otras tenemos la sensación de que hay que enorgullecerse de nuestras diferencias, tal vez porque si queremos eliminarlas perdemos nuestra identidad como sexo.

Antes de seguir, lean otra vez el párrafo anterior, por favor. ¿Ya? Vale. Seguimos.



Por otro lado, en esas mismas diferencias también hay una crítica feroz a nuestras radicalizaciones. El hombre, estúpido por naturaleza. La mujer, tendencia a la suposición enfermiza. El hombre, incontrolable cuando se le escapa la mano. La mujer, escorada hacia la ridiculización del contrario. El hombre, poseedor de una ética equivocada. La mujer, poseedora de una ética equivocada…¡Ahí va! ¡Si hay algo en común!...

Sin lugar a ninguna duda, esta película es la mejor que Hepburn y Tracy hicieron juntos a través de muchos años y ocho películas de colaboración. En todas ellas, cada uno hizo gala de trazos definitorios de sus personajes con la precisión de un rostro capaz de contener en sus arrugas la lluvia de dos días como hizo él, o con la certera mirada de una boa en ayunas, como hizo ella. En cualquier caso, cuando la interpretación de dos actores de esa talla llega a ser tan minuciosamente normal, es cuando sentimos que allí mismo, en el salón de nuestra casa, se sientan dos personas que podrían ser perfectamente los vecinos de al lado que, cada uno con su versión, quieren contarnos esos problemillas que hacen defectuoso al compañero pero que, a la vez, lo convierten en la única persona a la que se puede amar durante el resto de sus días.



Así que si deciden premiarse y verla, hay un pedazo de enorme cine que va a entrar ahí mismo. Se va a acomodar en el sofá y ustedes van a ser espectadores de una función que, de tanta ironía e inteligencia, hasta podríamos decir que estas dos palabras también son masculinas. Y si acaso, cuando apaguen el televisor, hagan sus alegaciones, formulen sus protestas y exclamen lo gozosa que es una diferencia que nunca nos ha alejado si no bien al contrario, nos ha hecho estar más cerca a cada día de nuestra historia.

César Bardés
Del Blog "La imagen en el alma"

miércoles, 9 de abril de 2008

RASTRO OCULTO

El director de “Las Dos Caras de la Verdad” y de conocidas y legendarias series televisivas como “Canción Triste de Hill Street”, presenta un atractivo thriller que no consigue esquivar los peores tópicos del género, pero sí salir de la mediocridad, apoyado en una trama elaborada, una consistente dirección de actores y una interesante Diane Lane a lo Jamie Lee Curtis en “Acero Azul”.



TITULO ORIGINAL Untraceable
AÑO 2008
DURACIÓN 100 min.
PAÍS USA
DIRECTOR Gregory Hoblit
GUIÓN Mark Brinker, Allison Burnett, Robert Fyvolent
MÚSICA Christopher Young
FOTOGRAFÍA Anastas N. Michos
REPARTO Diane Lane, Colin Hanks, Billy Burke, Joseph Cross, Mary Beth Hurt, Tim De Zarn, Daniel Liu
PRODUCTORA Lakeshore Entertainment



Según las palabras de la ancianita encantadora –especie de Miss Marple de Agatha Christie- con la que coincidí en una sala de proyecciones albaceteña, este tipo de películas “no hacen más que dar malas ideas a la gente joven”. Admito que el comentario, no exento de cierta sabiduría, me hizo reír, para llegar a las conclusiones de que son las “malas ideas” anteriores a la ficción, y de que el cine, de alguna manera, tiene la obligación de mostrar esas realidades incómodas.

En este sentido, hace pocos años, la inquietante existencia de las denominadas cintas snuff, era mostrada con la clandestinidad que siempre rodeó a estas supuestas grabaciones de asesinatos reales, que sólo podían ser encontradas en improvisadas filmotecas inventadas por Amenábar, para llegar hasta las manos de Nicolas Cage en formato de ocho milímetros. Muy poco tiempo después, la selva de redes en que se convierte internet, proporciona no sólo un lugar seguro para el desarrollo de las distintas actividades profesionales y de ocio, sino también el momentáneo refugio de delincuentes que, según las teorías de esta historia, podrían llegar a matar en riguroso directo, vía on line, en atención al número de visitas registradas en sus webs. Un aspecto que, para siempre, debería pertenecer a la ciencia ficción; pero que hace de éste un título interesante, novedoso y necesario.

Su preciso planteamiento demuestra la insensibilidad generalizada de una sociedad que, continuamente, permanece expuesta al incesante bombardeo de imágenes violentas, y que pocas veces repara en su procedencia. Su desarrollo, alimentado por la significativa pregunta de “cuándo se ha vuelto este mundo tan jodidamente insensato”, se encamina a delatar como cómplices, y no simples mirones, a los usuarios de algunas páginas macabras; mientras que el alentador final es el encargado de emitir un mensaje sencillo y directo, el que asegura que frente a los nuevos criminales cibernéticos de rastro oculto, siempre habrá expertos informáticos en los Cuerpos de Seguridad empeñados en desenmascararles. Sólo hay que observar la placa del FBI que es proyectada junto a la cámara, y que aporta la sensación de ser éste un producto tan correcto en su contenido como en las formas cinematográficas que lo ejecutan.



Si no les atrajera la base argumental, así como tampoco las moralinas estadounidenses, pero sí los guiones que se suponen elaborados, sólo tienen que fijarse en que la historia que forma la película que hoy comentamos, ha sido escrita por tres guionistas; lo cual, si no proporciona garantía de calidad, sí que lo hace –en los tiempos que corren- de trabajo realizado a conciencia. El resultado, como era de esperar, evidencia que no nos encontramos ante aquellos “escritores de películas” de los que suele hablar un crítico de esta Casa, sino más bien de guionistas en huelga que permiten que sus ideas –muchas de ellas, brillantes-, sean revisadas por productores que no dudan en incorporar los peores tópicos del género con vistas a su comercialización. De esta manera, no conviene dejarse escandalizar cuando los acontecimientos derivan hacia situaciones impensables que consiguen ofender el más mínimo sentido común del espectador medio, que observa perplejo cómo se desenvuelven los agentes. Tan sólo cabe pensar que los parpadeos en código morse no suelen se factibles, y que el único objetivo de la trama es poner en peligro a la seductora Diane Lane para amortizar las cláusulas de su contrato.




En todos los casos, es innegable que la historia se ajusta como un guante de encaje negro a las manos de su director. El responsable de numerosos episodios de series televisivas como Canción Triste de Hill Street o Policías de Nueva York, cuenta con las tablas suficientes para crear el ambiente propicio que logra extraer interpretaciones creíbles de actores mediocres. Su predilección por los finales sorpresa, le predispone al trazado complejo y –muchas veces, engañoso- de personajes que, en no pocas ocasiones, superan los argumentos endebles que le tocan orquestar. Siempre irregular en la técnica, y experto en planos subjetivos y desenfocados mareantes, resulta gracioso comprobar cómo sus sofisticados artificios y su obsesión en lanzar innecesarias cortinas de humo, no hacen más que adelantar lo previsible de sus desenlaces. Su mayor éxito, repleto de estos defectos constantes, se encuentra en Las Dos Caras de La Verdad, salvado, en gran medida, por el extraordinario trabajo de Edward Norton. Algo parecido sucede, en esta película, con la efectiva presencia de la actriz protagonista, los acertijos para cerebritos de los ordenadores, y las virguerías de un montaje que hace coincidir la tecla “enter” con la patada en las puertas de registros rutinarios.


Sea como fuere, a Miss Marple le encantó la película “porque la mantuvo entretenida”; y yo, que quería emular el pacto entre caballeros de Sabina, prometí dedicarle el artículo. Como dijera un almodovariano personaje, “siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”; y, a veces, hasta en sus criterios.

miércoles, 2 de abril de 2008

LA NOCHE ES NUESTRA

El director y guionista James Gray vuelve a recurrir a su obsesión por la justicia, los dramas familiares, las mafias, asesinatos, venganzas, sabotajes e inmigración rusa, en un trhiller notable, sólo superado por “Little Odessa”, que pudo ser perfecto.



TITULO ORIGINAL We Own The Night
AÑO 2007
DURACIÓN 117 min.
PAÍS USA
DIRECTOR James Gray
GUIÓN James Gray
MÚSICA Wojciech Kilar
FOTOGRAFÍA Joaquín Baca-Asay
REPARTO Joaquin Phoenix, Mark Wahlberg, Robert Duvall, Eva Mendes, Danny Hoch, Alex Veadov, Oleg Taktarov, Dominic Colon, Joe D'Onofrio
PRODUCTORA Universal Pictures / 2929 Productions / Industry Entertainment


Me gustaría comenzar esta crítica haciendo una pequeña reflexión sobre las filias y las fobias cinematográficas que –en demasiadas ocasiones, de manera inexplicable- padecemos algunos cinéfilos. En mi caso y durante muchos años, he de confesar la animadversión enfermiza que sentí hacia tres actores; a quienes, aun reconociendo su talento, llegué a encasillar en la categoría terrible de “filmografías absolutamente prescindibles”. Pasada la ofuscación, intenté darles otra oportunidad y, para ello, decidí “estudiar sus casos”, alcanzando una curiosa conclusión. Todos, en algún momento, habían traspasado las pantallas, superado los personajes que interpretaban y dejado de ser actores, para convertirse en seres humanos que reunían las peores maldades de la especie. Había que ser muy mala persona –o muy buen actor- para encarnar los ojos de la ira, las lágrimas de la rabia, la sonrisa de la envidia, los puños de la venganza de un ambicioso y destructivo emperador romano, como lo había hecho Joaquin Phoenix en Gladiator. El actor, fiel a su principio de “considerar cada nuevo personaje como el más importante de su carrera, para luego olvidarse de él”, quizás nunca haya reparado en el hecho de que esa fase de olvido no es posible para el espectador.



Entendida y superada la fobia; en el lado opuesto, se encuentran los actores por quienes sentimos auténtica debilidad, es posible que también motivada por el inconsciente recuerdo de los personajes a los que dieron vida. ¿Cómo permanecer indiferentes ante la irresistible personalidad del “capullo íntegro” de Los Infiltrados de Scorsese?. El fundador de la Mark Wahlberg Youth, un refugio que ampara a los niños y adolescentes de los barrios más desfavorecidos, es único para transmitir una ternura infinita. Si unimos dos caracteres tan opuestos que, según las palabras del director, son “la pasión por el trabajo de John Garfield y el conflicto interno de Montgomery Clift a punto de estallar”, nos encontramos con dos de las colaboraciones más interesantes y fructíferas del cine contemporáneo: La Otra Cara del Crimen y la película que hoy comentamos.



La noche es Nuestra es un apasionante thriller policial que cuenta con un equilibrio perfecto entre dramatismo y acción. Con toda justicia, se puede hablar de su director, James Gray, como el último de los clásicos. Su gusto por la filmografía de Visconti; la tendencia mostrada hacia la humanidad y la sinceridad que desprende el neorrealismo italiano; la observación continua de los designios insalvables del destino, herencia de los maestros japoneses de los años cincuenta; y el brutalismo americano, sin concesiones, de los setenta, se encuentran presentes en toda su filmografía. En esta historia, además, se propone una personal revisión del Enrique IV de Shakesperare; el hombre que ha de abandonar su vida despreocupada por el reclamo ineludible que marcan los acontecimientos.

Con una factura impecable, una excelente planificación de cada secuencia y un exquisito mimo de atrezo, La Noche es Nuestra nos deja una de las persecuciones de coches más escalofriantes de los últimos tiempos, que incluye una escena inspirada en Vivir y Morir en Los Ángeles de William Friedkin, y en la que será difícil olvidar la insistente amenaza del limpiaparabrisas sobre los cristales.

Desde el plano de apertura, con la exposición de una serie de fotogramas en blanco y negro que orientan sobre la batalla campal en la que se convirtió Nueva York a finales de los años ochenta; pasando por el plano cenital que revolotea sobre una exótica discoteca, que sintetiza la sensación de “no reparar en las consecuencias” que caracterizó esta década; los signos de maestría cinematográfica son constantes.

Destacamos la forma de plasmar el distanciamiento inicial que relaciona al personaje central con su familia, con una cámara que, sin implicar al espectador, siempre observará a los actores, en línea recta, desde la lejanía; los precisos retimes que se establecen en los dosificados momentos culminantes del metraje; el acertado e imperceptible flashback con que se resalta uno de los aspectos más relevantes de un guión sólido de notable ejecución; el impresionante retrato de ambientes; la supervisión musical que mezcla temas emblemáticos de Blondie o David Bowie con la partitura de Wojciech Kilar, autor de la mítica banda sonora de El Piano; la textura discreta de una brillante fotografía; y la impresionante labor de un elenco tocado por el estado de gracia de una envidiable dirección de actores.



Sin embargo, al contemplar el resultado final, fácil es dejarse invadir por la sensación de discontinuidad, de grandes obras aisladas que, -por sí mismas y alejadas del todo que las contiene-, presentan planteamiento, desarrollo y desenlace de resolución precipitada; de un cúmulo de cortometrajes que podrían haber sido separados del resto del metraje para ser introducidos en un argumento similar. Puede que el error se encuentre en el hecho de saber que ésta es una película arquetípica de su género; que se deba a un montaje que no estuvo a la altura del resto del equipo; o que dé cumplimiento a la posibilidad que niega la existencia de la perfección.