miércoles, 30 de enero de 2008

EN EL VALLE DE ELAH

Como el mejor Jack Lemmon de “Missing”, Tommy Lee Jones busca a su hijo en una conmovedora cinta que mezcla la complejidad del thriller policial con un retrato certero sobre las diferencias generacionales. Siguiendo los pasos de “Banderas de Nuestros Padres”, Paul Haggis vuelve a mostrar el poder de una instantánea recogida en tiempos de guerra.

TITULO ORIGINAL In the Valley of Elah
AÑO 2007
DURACIÓN 120 min.
PAÍS USA
DIRECTOR Paul Haggis
GUIÓN Paul Haggis (Historia: Paul Haggis, Mark Boal)Basada en un artículo periodístico, es la mezcla de dos historias reales.
MÚSICA Mark Isham
FOTOGRAFÍA Roger Deakins
REPARTO Tommy Lee Jones, Charlize Theron, Susan Sarandon, Jason Patric, James Franco, Josh Brolin, Rick Gonzalez, Jonathan Tucker, Barry Corbin, Frances Fisher
PRODUCTORA Warner Independent Pictures


NOMINACIONES Y PREMIOS:
Nominación al Oscar al mejor actor (Tommy Lee Jones)





“.....Y, con cinco piedras, el rey Saúl mandó a David a luchar contra el gigante Goliat en el valle de Elah...”

En una entrevista previa a la ceremonia de entrega de los Oscar de 2006, el director canadiense Paul Haggis aseguró que lo peor que se le puede hacer a un cineasta es decir de una de sus películas que “era bonita”. “Lo que yo quiero –añadía- es hacer que la polémica salte a la calle y cree disensión”. Vaya, desde este diario, mi más sincera enhorabuena al oscarizado guionista, puesto que ése es un objetivo plenamente cumplido desde el momento en el que su película cruza las fronteras americanas.

Lejos de ellas, conocer la historia que da título a esta cinta, implica intentar descubrir, desde el principio, quién será el David del valle de Elah que tiene por cielo las estrellas de la Unión. En esa búsqueda, el reflejo del personaje bíblico se aventura en la figura de una joven policía que, desafiando la falta de respeto y los comentarios malintencionados de sus compañeros, sabe reconducir una investigación para, en aras al fiel cumplimiento de un empleo al que no considera carrera profesional, llegar a la verdad. Hasta se vislumbra en el coraje desmedido de un padre que, aunando intuición y astucia para no desfallecer, consigue vencer las enrevesadas alturas de la burocracia. Pero lo que ningún guionista, productor ni director de Vacaciones en el Mar pueden pretender es hacer ver al espectador europeo que David es el soldado estadounidense que, sin recursos ni experiencia, es enviado por el gobierno de su país “a llevar la democracia a un territorio inmundo”, para regresar con la vida rota.

No conviene dejarse confundir. Ni al cine ni a la sociedad americanos les ampara ya la eterna cantinela del Vietnam, en la que jóvenes de diecinueve años entraban en una contienda, como todas, ajena y sin sentido, para descender a unos infiernos en los que nunca pidieron estar. Las tropas estadounidense destacadas en Irak son profesionales, y ninguna mala gestión gubernamental (que, indudablemente, es el origen del mal), ninguna sociedad que permite la actuación de la primera dando su confianza en las urnas, ninguna condición personal, sirven de excusas para nada. Tampoco para protagonizar las vergonzantes instantáneas recogidas en tiempos de guerra que configuran una de las tramas que rigen el argumento. Sencillamente, no se puede justificar lo injustificable, y permitirlo nos acercaría a los corderos definidos por Robert Redford en su última cinta (Leones por Corderos, 2007).



Por supuesto, la experiencia En el Valle de Elah, además de incompleta, resultaría fallida si no se hubiera sabido mirar en las múltiples direcciones en que lo hace un experto conocedor de la naturaleza humana, de sus acciones y reacciones expresadas en el recogimiento intimista de intensos momentos y secuencias solemnes, herencia del maestro Eastwood. El árbol no impide contemplar la profusión de un bosque que, insistentemente, lanza cargas de profundidad al conjunto, tras la estela que sepulta mitos e invierte símbolos aprendida en Banderas de Nuestros Padres.

Haggis, que se nos antoja más competente tras el teclado que tras las cámaras, apuesta por la realización clásica de abundantes planos americanos, estructura lineal en el desarrollo de la narración, perfecto back-story de los bien perfilados personajes, introducción de acertados flashbacks. Y sorprende al dosificar la información mediante distorsionadas imágenes que son recogidas por la cámara de un teléfono móvil, en ocasiones dueñas de un realismo rallante en la técnica del falso documental.



No exenta de los típicos tópicos americanos que alcanzan al guión en la compleja fase de la investigación policial, encabezada por la más absoluta ineficacia, que propicia la aparición de intervenciones individuales. Cercana a la historia de Costa-Gavras (Missing, 1982), al retratar la sociedad desde diferentes puntos de vista generacionales. Denunciadora, al más puro estilo de Crash, de los problemas interraciales. Próspera y generosa en las escenas de acción y con una memorable banda sonora; la gran baza del Valle se encuentra en su poderoso reparto, en las destacadas interpretaciones del eterno perseguidor Tommy Lee Jones, de la siempre perfecta Susan Sarandon.

Así pues, secundando a la insuperable Charlize Theron en su afirmación de que “Todo el mundo opina de todo”, y con la convicción de que “No deberían mandar héroes a lugares como Irak”, ni a ningún otro sitio; auguramos –no sin reservas- que la última creación de Haggis hará reflexionar a quienes todavía se siguen creyendo leones.

miércoles, 23 de enero de 2008

Diario de un crítico de cine

Como decía Bécquer en su “Leyenda de los Ojos Verdes”, siempre he querido escribir algo que empezara con este título. En este caso, con el título de “Diario”. Afortunadamente, mi tendencia natural a la inconstancia y la vagancia y mi convencimiento de que tal literatura supone una solemne pérdida de tiempo, me disuadieron de hacerlo. Hecho del que me alegro.

Sin embargo, en ocasiones, siento la necesidad de hablar de cine, de realizar comentarios que no tienen cabida dentro de una crítica. La mayoría de esos comentarios son por y para mí. ¿Será interesante recogerlos por escrito? . Ya veremos....

Hay una cuestión relacionada con el mundo del critiqueo que siempre me ha llamado poderosamente la atención. Un crítico (evidentemente, profesional y con renombre) aborda una película desde un determinado prisma y da un par de premisas que fundamentan sus argumentos. A partir de ese momento, es curioso comprobar que todo lo que se va leyendo por la red va encaminado en esa misma dirección.
Lo he comprobado en demasiadas ocasiones, pero es quizás en “El Amor en los Tiempos del Cólera” cuando más me ha molestado.

Lamentablemente, nunca he creído en las casualidades, y eso me da pie a pensar que la mayoría de la gente que escribe sobre una película se ha leído antes los titulares que se editan sobre ésta con la finalidad de no quedarse “descolgado”.

Mas como creo que esta reflexión (largamente comprobada) no justifica que yo sea la única persona que habla bien de la película, que incita a verla , daré otra razón:

¿Has podido olvidar los patios de las casas colombianas?
Si no lo has conseguido, esta película te gustará.

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA



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FICHA TÉCNICA DE LA PELÍCULA:

TITULO ORIGINAL Love in the Time of Cholera
AÑO 2007
DURACIÓN 139 min.
PAÍS USA
DIRECTOR Mike Newell (Cuatro Bodas y un Funeral, Harry Potter y el Cáliz de Fuego).
GUIÓN Ronald Harwood (Novela: Gabriel García Márquez)
MÚSICA Antonio Pinto (Tema: Shakira)
FOTOGRAFÍA Affonso Beato
REPARTO Liev Schreiber, Javier Bardem, John Leguizamo, Laura Elena Harring, Benjamin Bratt, Catalina Sandino Moreno, Hector Elizondo, Ana Claudia Talancón, Giovanna Mezzogiorno, Angie Cepeda, Alicia Borrachero, Fernanda Montenegro, Unax Ugalde



Inteligente y fiel adaptación de la novela homónima de García Márquez. Mike Newell se sirve de un inmejorable reparto internacional para llegar al corazón de la historia romántica más hermosa jamás escrita. En imágenes, un canto de amor por Colombia.

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”.

Mucho ha llovido desde aquella tarde de agosto en la que por casualidad, como suceden los grandes hallazgos en la vida, descubrí “El Amor en los Tiempos del Cólera”. El paso del tiempo consiguió difuminar el recuerdo de una mujer de fuerte carácter a la que nunca entendí. A tan temprana edad no es fácil comprender que las fachadas de hormigón son el refugio seguro de los corazones sensibles. Muy a mi pesar, también se evaporó ese ideal romántico del amor puro que sólo sobrevive en el difícil arte que plasma el alma en el papel. Pero veinte años no fueron suficientes para borrar de mi retina la imagen de un patio en el que crecen sempiternas flores tropicales, ni la frescura de las puestas de sol tantas veces soñadas sobre el río de La Magdalena, ni el olor del mercado en el que Fermina Daza setencia el final de una ilusión. Sin saberlo, y para siempre, me había enamorado de Colombia.

Joe Wright, director de Expiación y una de las promesas del cine actual, supo resumir en una frase certera la ardua tarea que supone la adaptación cinematográfica de un clásico contemporáneo de la literatura: “Cada novela tiene tantas versiones como lectores”. Una reflexión que convierte en milagro la casualidad de que espectadores, críticos, guionistas y cineastas –todos ellos lectores- coincidan en la misma visión. La polémica queda servida y mi pregunta sobre el grado de enamoramiento de Mike Newell, satisfactoriamente resuelta.




“Piensa en el amor como un estado de gracia que no es un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo”.

El guión de Ronald Harwood, ganador de un oscar por El Piano, puede ser calificado de inteligente y fiel. La fidelidad, tantas veces prometida al autor con la solemnidad del juramento de Florentino, conlleva la realización de una adaptación prácticamente literal, que inicia su andadura por el final del relato y remonta en un intenso flashback, que constituye el nudo de la trama, para regresar a la primera secuencia y encarar el desenlace. Dentro del desarrollo, se impone una estructura narrativa lineal para dar consistencia a ese “ir y venir del carajo” al que son sometidos los protagonistas. Las frases memorables de la novela se transcriben a la pantalla con absoluta devoción, y se intenta un coqueteo fantasioso entre personajes y escenario para sortear la amenaza latente de culebrón folletinesco postcolonial al que podría quedar reducida la búsqueda del amor a lo largo de la vida en tiempo de guerra y epidemias, cuando se ve despojada de los complejos viajes interiores que recrea la prosa limpia del premio Nobel.

“Es la vida y no la muerte la que carece de límites”.

La inteligencia, por su parte, se percibe en dos licencias cinematográficas que se incorporan a la historia. En primer lugar, la presentación en diálogos –que nunca se producen- de un romance que es recogido por la pluma de acero y la máquina de escribir en interminables cartas de ida y vuelta; lamentablemente, escritas en inglés. Por otra parte, la apuesta valiente al ofrecer un cambio de actor para el personaje central. Se pasa del muy interesante Unax Ugalde al siempre eficaz Javier Bardem, no atendiendo a motivos de edad, sino con la finalidad expuesta por Luis Buñuel en su última película, Ese Oscuro Objeto del Deseo. Se necesita un Florentino apuesto, surgido de los ojos con los que sólo sabe mirar el corazón, con unos rasgos físicos difusos que se pierden entre la multitud de la Misa del Gallo, y que no se corresponde con el Florentino real, el de carne y hueso, el que Fermina ve por vez primera, cara a cara, en el mercado para convencerse de que todo ha sido una ilusión, el enamoramiento de un alma sin rostro.




La factura impecable del diseño de producción, su corte elegante, los exquisitos trabajos de maquillaje y vestuario, el acertado casting internacional, la dirección artística que permanece atenta al más insignificante de los detalles, como el que fija su atención sobre las jaulas en las que transportan a los bebés por los viajes fluviales; y la sensata ejecución de un artesano, Mike Newell que, lejos de ser brillante, siempre resulta correcto, convierten El Amor en los Tiempos del Cólera en una película de inolvidables momentos que sofocan el temor del escritor, que tardó varios años en ser convencido para aceptar esta versión anglófona.

“Cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches”.

Las entrañables conversaciones en el faro, los ojos del sátiro que sabe que el mal de la infidelidad no es tal si sólo se perpetra con el cuerpo, el amor desmedido de una madre latina (la imponente dama del teatro brasileño, Fernando Montenegro), la gélida mirada y los arrebatos de ira de la excelente Giovanna Mezzogiorno, y la inconfundible voz de Shakira recorriendo las plazas de Cartagena, la maleza en la selva, el caudaloso río, la ciudad portuaria de Barranquilla... provocan un escalofrío que nubla la mirada. Y es que, admitiendo la imposibilidad de hacer justicia a la insuperable obra de Don Gabriel, no es menos cierto que la calidad humana del pueblo colombiano, el espíritu colorido de su tierra, la atmósfera cálida y fragante, pasional, que viven en la novela, ahora también, por fin, lo hacen en el cine.

miércoles, 16 de enero de 2008

EXPIACIÓN: MÁS ALLÁ DE LA PASIÓN

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El lucimiento técnico rompe el formalismo en la estructura narrativa de una cinta carente de alma que, sin embargo, cuenta con sobrados elementos para encandilar.
Joe Wright aborda una tragedia en tres actos con el pulso de los Grandes.



Esa manera de recorrer los pasillos... la frenética persecución de los protagonistas con la justa profundidad de campo y el mínimo movimiento de cámara, la elevación del objetivo a la categoría de personaje, ese inconfundible “travelling lateral”, los planos secuencia tomados a ras del suelo... ¿A quién me recuerdan?

Joe Wright, cineasta nacido en los años setenta, ha sido injustamente comparado con James Ivory, quizás por la exitosa realización de su ópera prima, Orgullo y Prejuicio. Pero incluso en un relato de Jane Austen, Wright supo alejarse de la lentitud y de la solemnidad (que nunca fueron sinónimos de profundidad) inherentes a la filmografía de Ivory, para imprimir un ritmo nuevo, certero, acorde con la creencia de que los sentimientos son universales y, por lo tanto, atemporales, con la finalidad de hacer llegar este tipo de historias a un mayor número de espectadores; tal y como Ang Lee propusiera para Sentido y Sensibilidad.

En esta ocasión, en la que es su segunda película, un proyecto del que se hace cargo tras ser rechazado por el director Richard Eyre, se puede seguir apreciando su enorme talento tras las cámaras, para descubrir una serie de aspectos técnicos de especial relevancia, que no aparecían en su primer trabajo, y que le acercan a uno de los Grandes. No sería descabellado pensar que este reto, indudablemente importante para su carrera, haya querido ser abordado tomando como referente al mayor adaptador de novelas de todos los tiempos, a Stanley Kubrick. Es más, me atrevería a asegurar que el incomparable estilo del maestro flota en el ambiente desde la concepción del guión.





Aunque no aparezca en los títulos de crédito, el director trabaja con el guionista hasta la extenuación, consiguiendo desestructurar el relato hasta convertir en imágenes la palabra escrita (Lolita). La presentación de los personajes y el trato que se da a éstos, deja entrever el más absoluto de los distanciamientos, mientras que la historia es mostrada con la mayor asepsia posible, sin síntomas de simpatía con ninguno de los protagonistas para que sea el espectador el que saque sus propias conclusiones (determinante en el universo Kubrick, quien nunca quiso dar una explicación de su Odisea en el Espacio). Los tres flashbacks del primer acto narrativo, prácticamente imperceptibles y cercanos en el tiempo, consiguen analizar el mismo hecho desde diferentes puntos de vista (Atraco Perfecto), para ser sabiamente introducidos mediante objetos sobre los que se hace reparar. Una técnica que trae a la memoria cinéfila el buen hacer de tiempos pretéritos, que habría conseguido su máxima expresión en aquel calendario de Escrito sobre el Viento de Douglas Sirk.

Si a estas inclinaciones le sumamos las virguerías técnicas señaladas en el inicio de este artículo, llegamos a la conclusión de que es difícil y peligroso jugar a ser Stanley Kubrick. Al maestro, considerado un mecanismo de relojería, jamás le faltó ni sobró un solo elemento en la exposición final de sus trabajos. Un acierto del que Wright, en esta cinta, no puede presumir.


Expiación es, básicamente, un amalgama de imágenes y sonidos, en la que prima la técnica sobre la narración. La excesiva obsesión por el mimo de cada detalle consigue enaltecer las partes en detrimento del todo, dejando la sensación de un fondo perfectamente coloreado dentro de una silueta inacabada que nunca se llega a percibir. Un golpe de efecto que funciona durante los primeros minutos, y que pronto se antoja insuficiente para llegar a buen puerto. De esta manera, en el tercer espacio narrativo, cuando ésta consigue ser perfilada, la manida base argumental del Pasaje a La India de David Lane pesa demasiado como para prestarle atención.



Frente al abuso de escenas que nada aportan a la trama ni contribuyen al avance de la acción (recuérdense el laberinto de flashbacks del segundo tiempo que sólo permiten el lucimiento del cineasta), se añoran aquellas otras que habrían dado perspectiva a los pensamientos de los personajes y al desarrollo de sus relaciones interpersonales, objetivo fundamental del original literario. Sin embargo, la frialdad con la que se exponen los hechos, la nula implicación del cineasta en el relato, originan una falta de empatía en el devenir de los acontecimientos, que hacen de ella una historia preciosista para alimentar los sentidos, sin llegar al corazón.


Con este proceder, se abona el terreno que hace prosperar los diversos aspectos técnicos, merecedores de los máximos galardones. La imponente dirección artística recrea el ambiente de lujo y aparente sosiego que se respira en la mansión de los Tallis con la misma precisión con la que recoge la desolación de Londres en la Segunda Guerra Mundial, o la devastación que ofrece el impresionante plano secuencia en circular de la playa francesa de Dunkerque en 1940 (en realidad, rodada en territorio británico), hasta llegar a la época actual. Unos cambios importantes que también son recogidos por la excelente banda sonora, en muchos momentos mezclada con el insistente teclear de una máquina de escribir, o la aceptable fotografía del director de Las Horas, que da su Do de pecho con un trozo de jarrón depositado en el fondo de una fuente. Una imagen calcada de aquella mítica con la que Néstor Almendros conseguía un oscar en Días del Cielo.


Dentro del reparto, nos encontramos con la que es, sin duda alguna, la mejor interpretación de Keira Knightley hasta el momento, el milagro que hace pensar a los que no creemos en ella que algo debe de tener el agua, aparte de hidrógeno, cuando la bendicen. Destaca, igualmente, la excelente actuación de Saoirse Ronan, la actriz adolescente, y es digna de lamentar la inexpresividad de la apuesta masculina, James McAvoy, responsable, en muchos momentos, de la apabullante falta de química existente en el pretendido romance.

Todo lo cual nos lleva al convencimiento de que muchas serán las nominaciones que recaigan sobre Expiación, y que muy mal deben de estar las cosas por Hollywood para que, finalmente, sea considerada la película del año.

FICHA DE LA PELÍCULA:
TITULO ORIGINAL Atonement
AÑO 2007 DURACIÓN 123 min. Trailers/Vídeos
PAÍS REINO UNIDO
DIRECTOR Joe Wright
GUIÓN Christopher Hampton (Novela: Ian McEwan)
MÚSICA Dario Marianelli
FOTOGRAFÍA Seamus McGarvey
REPARTO Keira Knightley, James McAvoy, Romola Garai, Saoirse Ronan, Brenda Blethyn, Vanessa Redgrave, Juno Temple, Gina McKee, Michelle Duncan
PRODUCTORA Coproducción GB-USA; Working Title Films

NOMINACIONES Y PREMIOS:
2007: 7 nominaciones a los Oscar: Mejor película, guión adaptado, actriz de reparto (Saoirse Ronan), fotografía, banda sonora, dirección artística, vestuario. 2007: 2 Globos de Oro (Mejor película drama, mejor banda sonora).

viernes, 11 de enero de 2008

MIMZY, MÁS ALLÁ DE LA IMAGINACIÓN

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La New Line Cinema, productora de sagas multimillonarias como ‘El Señor de los Anillos’ o ‘La Brújula Dorada’, realiza una valiente defensa de los juguetes tradicionales frente a los vídeo juegos en este título menor, que cuenta con uno de sus directivos tras las cámaras.





Una de las ventajas de ser el director de New Line Cinema y de haber convertido una distribuidora independiente en una de las productoras más influyentes de la industria, debe de ser la de poder volver –si apetece- a los orígenes de cineasta desconocido para ponerse al frente de un producto que no prospere en taquilla.

Poco importa que la linealidad exasperante con la que se aborda la realización, traduzca el invento en un filme de corte irregular, con demasiados valles y ningún pico culminante que evidencian la carencia de esa virtud impagable que, en cine, es la capacidad de saber transmitir. Poco que los cuatro guionistas contratados (por falta de uno) consigan, con mayor o menor acierto (en este caso, ninguno), brillar en la adaptación de un relato corto del matrimonio formado por Henry Cuttner y C.L. Moore. Poco, porque al jefe hasta se le permite la licencia de lucirse con la virguería técnica que hace reflejar los dibujos de “mandalas” del joven Wilder en las gafas de su asombrado profesor de ciencias. No con la originalidad con la que Alfred Hitchcock rodara una de las escenas cumbres de Extraños en un Tren, tomando la imagen a través de unos cristales similares; proeza, años más tarde, repetida por Pedro Almodóvar en Mujeres...., sino, más bien, fruto de una de esas casualidades, llamadas “serendípitys”, que derivan de la mera cuestión basada en elementales principios físicos, fáciles de alcanzar por el peor vídeo aficionado el grabar a su novia con las gafas de sol puestas.

La historia, de interesante planteamiento y múltiples posibilidades, comete el error de colocar diferentes y demasiadas premisas sobre el tapete con la clara intención de no desarrollar ninguna de ellas, provocando un amalgama de conceptos y puntuales subtramas auxiliares que nada aportan al eje central del argumento ni conviene tener presentes en la resolución final.

Por momentos, comparable a la mítica Alice de Lewis Carroll, recurso recurrente donde los haya. A ratos, tan perdida como el protagonista de Inteligencia Artificial en presencia del hada azul. Sin olvidar los gusanos que conectan puertas temporales, en clara alusión a historias como Stargate o Timeline. Y, en última instancia, sustituyendo los seres de otras realidades espaciales por artilugios futuristas, cercana al Superman que “facturan” como única posibilidad de supervivencia, o al ET Spielbergriano que ha de volver a su hogar tras una arriesgada huída; el director no se resiste a la tentación de incorporar esas dos “novedosas” técnicas del cine contemporáneo: las famosas voces en off con excusa telepática y el imperceptible flashback que justifica el desarrollo de la acción. Tampoco a la idea de explotar los torpes y escasos efectos especiales para adaptarlos a las mínimas exigencias requeridas en el guión.




Sin embargo, el mayor despropósito de todos sería el de intentar analizar esta película desde un único punto de vista, el estrictamente cinematográfico y formal. ¿Por qué no perderse en el maravilloso mundo de los fondos que encierran mensajes bienintencionados?. ¿Por qué no admitir la posibilidad de que la totalidad del metraje no sea más que la metáfora encargada de reivindicar la importancia de los juguetes tradicionales, incluso de los más inservibles, en plena era de los vídeo juegos?.

Retomemos el hilo y retrocedamos, en un viaje en el tiempo, para llegar hasta un sentimiento puro recubierto de ADN. ¿Qué tal hasta esa parte del pasado en la que se ubica nuestra propia infancia?. Por aquel entonces, sabíamos que no todo lo que se encuentra abandonado en la calle ha de ser potencialmente peligroso, y se me ocurren el inofensivo juego de mesa llamado Jumanji y la curiosa cajita de Hellraiser. No. Todavía existía la alternativa de hallar sorprendentes objetos, estimados tesoros que “inexplicable” y sistemáticamente terminaban en la basura. Las madres sólo veían tablas de madera, calabazas y pisapapeles en lo que eran barcos piratas, caritas sonrientes y generadores mágicos. ¿Nadie quiso imitar a las azafatas del Un, Dos, Tres y provocó un apagón mientras extraía una pieza del cuadro de luces al tratarse del panel de la subasta?. Y cuando el presente sigue representado por esos habitáculos de cristal que secuestran mascotas virtuales sujetas al dictado de sus creadores, las posibilidades que ofrecían los peluches multiusos de antaño eran ilimitadas: amuletos protectores, hijos y alumnos, poderosos somníferos, monstruos que aterraban la aldea de los barriguitas, cómodos sillones.... eso sí, con un lenguaje ininteligible que sólo nosotros supimos descifrar.



Dentro de un reparto mediocre, en el que destacan las correctas interpretaciones de Timothy Hutton y de Joely Richardson (Resplandor en la Oscuridad), dando vida a anodinos y estereotipados personajes que se desdibujan sin remisión, asistimos al nacimiento de una estrella de nombre Rhiannon Leigh Wriyn; la jovencita, de naturalidad innata, sobre la que recae el peso de la trama.

Y, parafraseando al agente Broadman en ese momento en el que “No entiendo nada, pero me alegro”, he de admitir que nada me gustaría más que haber logrado arrancar una sonrisa nostálgica en el lector cinéfilo con esta visión de la película. Si no lo conseguí, será porque yo misma perdí la fantasía en algún escarpado recodo de la vida.

jueves, 3 de enero de 2008

AMERICAN GANGSTER

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La probada pericia del mejor director del mundo convierte una compleja trama del hampa americano en un manual de capos para principiantes. Por su parte, los actores favoritos de los hermanos Scott deleitan con sendas magistrales interpretaciones en la que pude ser la película del año.




Hacer lo difícil fácil es tremendamente más laborioso que convertir lo sencillo en complicado. Quizás, por ese motivo, proliferan los filmes que gozan del beneplácito de ese sector de la crítica que conviene en denominar “trasgresión” a todo aquello que nadie entiende. Quizás, por la misma razón, los menos doctos, los que nunca vemos pan donde hay vino, encontramos en la tendencia de Ridley Scott de huir de las medias tintas, la garantía de una apuesta casi siempre segura.

El que fuera considerado “mejor director del mundo” en los años ochenta gracias a títulos como Alien o Blade Runner, con un estilo –por momentos- comparable al de Stanley Kubrick en Los Duelistas, experto narrador de localizaciones (Black Rain), indiscutible maestro de la estética y contundente director de actores, capaz de extraer las mejores interpretaciones que quienes han trabajado bajo sus órdenes (Thelma y Louise, La Teniente O’Neil), todavía persigue el reconocimiento de un premio Oscar. Tras sonoros fracasos como 1492: La Conquista del Paraíso y El Reino de los Cielos, ha sabido remontar en la dirección de películas como Gladiator (curioso remake de La Caída del Imperio Romano) o Los Impostores; hasta dotar, recientemente, de una nueva dimensión a las comedias románticas tradicionales, transformando el anodino guión de Un Buen Año en un metraje de agradable visionado.


Es en American Gangster donde se puede recuperar al Scott de los mejores tiempos. La historia, de inicio poderoso y planteamiento confuso que hace honor a una de sus frases: “Esto es un caos, cada matón actúa por su cuenta”, pronto será encauzada hacia un potente desarrollo de desenlace apoteósico.

Rodar en ciento cincuenta y dos decorados diferentes que se alternan con espacios naturales, en un país de inestabilidad política como es Tailandia, en los cinco distritos de la ciudad de Nueva York, en mansiones emblemáticas ubicadas en el lugar de residencia de multimillonarios como Rockerfeller, que dan paso a apartamentos de renta baja construidos por el Ayuntamiento; suponía todo un reto que sólo un “director de ambientes” sería capaz de resolver. Scott, con su “estilo de rodaje guerrilla” cámara en mano, ampliado al sistema de multicámaras en las escenas de acción, y con una espectacular diversidad de tomas amplias, transportará al espectador desde Vietnam hasta la calle 116 del Harlem sin que le tiemble el pulso, en una hazaña que no siempre se ve correspondida con la dirección de fotografía.



Por otra parte, el complejo entramado que encierra el mundo del hampa americano en los años setenta, mostrado con la profusión de pinceladas que van desde un 1013 policial hasta la consecución de la magia azul, desde un sistema de seguridad que no duda en interceptar un alijo de heroína que será cortado y revendido, hasta la honradez de quien devuelve un maletín de billetes sin numerar; será magistralmente reconducido hacia la creación de una sencilla historia de capos para principiantes. Un relato de narración fluida y cuidado discurrir, que falla por los bordes, evidenciando la inadecuada medición de los tiempos, fruto de un atropellado montaje que, con total seguridad, ha sufrido la revisión de la productora, adaptando la extensión del metraje con vistas a su distribución.

Sin temor a equivocarse, se puede asegurar que la gran baza de esta película, a veces, tan irregular como la carrera profesional del director en sus últimos proyectos, se encuentra en la elección de los actores principales, muy capaces de resolver la acción en solitario, inmersos en una contradictoria pero certera descripción de personajes.

De esta manera, mientras el papel interpretado por el eternamente inexpresivo Russell Crowe parece haber sido extraído de una “opa negra”, de una historia prefabricada común a policías perfectos que se enfrentan con miembros de su departamento, incapaces de mantener su vida privada por culpa de sus continuos devaneos amorosos (¿no les recuerda al Clint Eastwood de Ejecución Inminente?), con la extensión de incorruptibilidad que conociéramos en Serpico; el back-story del narcotraficante se decanta por las peculiaridades propias del gangster genuinamente americano, dispuesto a romper el equilibrio entre las familias de los bajos fondos.

Y, como no existen las bondades ni las maldades absolutas, y los que permanecen a nuestro lado no siempre son “uno de los nuestros”; el adúltero sabrá limpiar su conciencia sin retroceder un ápice en sus ansias de justicia; el responsable directo de miles de muertes, con la apariencia de negocio que hay que defender, resultará ser un ejemplar hijo, hermano y marido, que no descuida la misa de los domingos; y la vida, por una de esas extrañas coincidencias de “sincronicidad”, conseguirá unir ambos destinos para destapar uno de los mayores escándalos que se han escrito en la Historia de los Estados Unidos de América.



En un balance final, nos quedamos con el alma del metraje, que no es otra que la impagable actuación que consiguió emocionar al verdadero Frank Lucas, la de Denzel Washington; con la irresistible imagen de Richie Roberts en pantalón vaquero, con los grandes momentos clavados a base de balas y perseverancia.

Nos quedamos con la demoledora escena del Día de Acción de Gracias dando paso a los estragos causados entre los consumidores de una ciudad cubierta de polvo blanco, con el retime de las escaleras que conducen al corazón de la policía neoyorquina, con la detención producida en Harlem, con un vis á vis memorable, y con la convicción de que la resolución típicamente americana con la que culmina la trayectoria vital de los personajes puede convertir a ésta en la mejor película del año. Un año en el que los que afirmaron que Ridley Scott era el mejor director del mundo deberían tener razón.