miércoles, 28 de noviembre de 2007

ENCANTADA: LA HISTORIA DE GISELLE

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Después de títulos míticos como Mary Poppins (1964) o La Bruja Novata (1971), la Disney persigue incansable la nueva historia que consiga marcar la infancia de otra generación de cinéfilos. De momento, entre pajaretes y ratoncicos, la de Giselle se pierde entre la simpleza de las formas y la complejidad caótica del contenido. “Un cuento demasiado largo” para los niños. Para los adultos, una simpática decepción.





En palabras de una guapa cinéfila de seis años, “una bruja, que vive en un cuento, empuja a una princesa, que también vive en el cuento, por un pozo, y la princesa aparece en la realidad”. Quienes, por edad, hemos visto algunas películas más, y, en no pocas ocasiones, no discernimos con tanta nitidez la línea que separa la realidad de lo que no lo es dentro de la pantalla; recordamos que, en la Historia del Cine, nunca faltaron personajes que, por caprichos del guión, azarosos avatares del destino o ponzoñosos encantamientos, se equivocaron de mundo.
Algunas, auténticas deidades de formas exuberantes, abandonaron el Olimpo para, en forma de Ava Gardner (Venus era Mujer, 1948) o de Rita Hayworth (La Diosa de la Danza, 1947), hacer soñar a los mortales. Otras, ingenuas muchachas de carne y hueso, sencillamente, se perdieron en un camino de baldosas amarillas que, transitado por “leones, tigres, panteras ¡Dios mío!”, las llevaría a casa (El Mago de Oz, 1939). Y hasta hubo quienes, adaptadas a su nueva vida, se resistieron a emprender la senda del regreso, Kate and Leopold (James Malgold, 2001) o Maniquí (Michael Gottlieb, 1987).

En el caso de Encantada, hemos de buscar los referentes inmediatos en los clásicos Disney de animación. En la manzana envenenada que ofrece la malvada bruja a Blancanieves, en el zapato de cristal y los pajaretes modistos de Cenicienta, y en la convicción de que “un día encantador, el príncipe vendrá” que tenía Aurora cuando aún no era durmiente. Claro que, al adaptar el cuento para situarlo en la 36 esquina con la 48, el cristal se convierte en un modelo de Manolo Blahnik, las hadas madrinas son sustituidas por tarjetas de crédito doradas y la oferta de príncipes se dispara. Incluso Giselle es más alta, más estilizada y más pelirroja que ninguna de sus antecesoras. Una especie de Ariel que perdió el infantilismo junto con las aletas.






La primera parte del metraje propone una historia de animación al viejo estilo de la Disney. Un cuento abreviado que corona los tres actos que lo componen con un excelente montaje y que, como no podía ser de otra manera, es resuelto con demasiada precipitación. Sin embargo, el final resulta ser tan sólo el principio, y la caída de Giselle por el foso, que no consigue mermar las oportunidades de la protagonista para alcanzar la felicidad, sí logra truncar todas las posibilidades de la película para salir de la mediocridad. Y es que podemos decir que, tras un interesante, aunque poco original, planteamiento, los guionistas aparecen tan perdidos como la princesa de cuento en el Nueva York actual.

En su segunda parte, la real, la trama argumental se basa y se reduce en la creación de evidentes situaciones cómicas, propias de quien se desenvuelve en un hábitat que no le corresponde (“¿Tendría alguien la bondad de indicarme el camino a palacio?”), conducidas por un personaje atolondrado que insulta la inteligencia, y dando paso a la incursión de seres animados que han perdido la magia y se muestran como figuras estáticas de cuadros en la pared. Las buenas intenciones se empañan con los torpes y escasos números musicales, o tal vez con la simpleza apabullante que esconde un peligroso mensaje: ¿son madrastras malvadas las novias de los papás?. Una duda que no queda despejada en el caótico desenlace, que, tras dos horas de insufrible producto, en un ¿quién se viene, quién se queda?, realiza un esfuerzo sobrehumano para que todos coman perdices, -poco importa cómo-, por siempre jamás.




Por supuesto, la película causa furor en USA. Es normal que quienes tachan de “fumada” a la inocente Caponata de Barrio Sésamo vean correcto el comportamiento de una chica que adopta ratas como mascotas, confecciona vestidos con las cortinas del salón y canta por los parques. Aunque, claro, algo bueno se desprende de todo ello, como es poder escuchar un fragmento de la banda sonora de La Sirenita “yo quiero ver algo especial, yo quiero ver una bella danza...”, disfrutar del majestuoso vestuario, o encontrar la seguridad de que nada es tan poderoso como un beso de amor verdadero. Y es que el amor romántico sólo es una fantasía... hasta que te enamoras.

Dentro del reparto, la insulsa actuación del príncipe egocéntrico y la corrección formal sin fondo del príncipe de la abogacía, son superadas por la impresionante puesta en escena de Susan Sarandon y el buen hacer de la deliciosa prometida de Leo Di Caprio en Atrápame si Puedes (2002). Ella, Amy Adams, nominada a los Oscar por Junebug de Phil Morrison, destaca en una historia de recursos agotados para convertirse en su único atractivo.

Y justo cuando empieza a asustar la idea de la insensibilidad, de ser demasiado mayores para permitir que la magia de Disney atraviese los corazones, un pequeño “minimoy” sugiere a mis espaldas que “éste es un cuento muy largo”. Quizás sea ésa la esencia de la crítica que estuve buscando.

viernes, 16 de noviembre de 2007

LAS 13 ROSAS

Martínez-Lázaro realiza un certero retrato de las dos Españas de 1.939. Cautivadora desde los títulos de crédito, brillantemente interpretada, de precisa dirección artística y sobrecogedora banda sonora, el cine español antepone el humanismo a la ideología para rescatar trece nombres del olvido.







Lejos de los libros de Historia, los pequeños episodios humanos que componen la tan lejana, tan presente guerra del 36 y sus repercusiones, han llegado hasta muchos de nosotros en forma de sencillos testimonios relatados en primera persona, que no siempre se correspondieron con lo que el cine nos contó. Quizás por ese motivo, el tono plano, casi lineal que adquiere la narrativa de Las 13 Rosas, nos resulte, por vez primera, cercano. La película de Martínez-Lázaro siempre será la historia que rescató trece nombres del olvido, y que lo hizo como nunca antes lo había abordado el cine español: anteponiendo el humanismo a la ideología, en un ejemplar ejercicio de buen cine europeo.
Cuando un director decide mostrar un hecho histórico - a todas luces, impactante- con tan exquisita delicadeza e imparcialidad, exento de aspavientos, momentos culminantes y picos de colores, no sólo demuestra un respeto inmenso por la memoria de las protagonistas y sus familiares, sino también por el espectador. La indignación y la pena, inherentes al propio período, quedan eclipsadas, en no pocos pasajes, por la sensación de miedo continuo que caracteriza la sociedad de todo régimen dictatorial. Recordemos la reciente Vida de Los Otros, ambientada en otro país, distinta época, diferente pensamiento.






Las 13 Rosas, en conjunto, destaca por su acertado planteamiento argumental, que, lamentablemente, se pierde en la primera mitad del metraje, evidenciando una deficiente dirección coral. Los planos secuencia no siempre consiguen enlazar las diferentes subtramas, por lo que éstas son introducidas de manera forzada y a destiempo. El montaje de la cinta, cautivador desde los títulos de crédito, se antoja ahora insuficiente al mostrar los retazos de cinco vidas rozando la confusión.

Todo ello, sin embargo, no priva del deleite cinematográfico que producen muchas de sus escenas al componer valiosos documentos. La intencionada inverosimilitud del plano inaugural, en la que unas “malas actrices” animan a la resistencia ante unos pocos ciudadanos cansados que anhelan la paz, no debió de ser muy distinta de la que se vivió en 1.939. La bendita inconsciencia de la juventud y sus poderosos ideales tratando de evitar el desastre de una guerra perdida:“¿De qué sirve la paz sin libertad, sin dignidad?”. La relación de afectividad existente entre los miembros de las dos Españas, que culmina con las reiteradas advertencias que Félix Gómez (magnífica e impresionante actuación) dedica a Julia: “Tú no sabes cómo están las cosas”. El dolor y la impotencia que le siguen. La incertidumbre de los vencidos que se ahoga contra el júbilo de los vencedores, salpicando de angustia y de temores al español que los contempla setenta años más tarde. El joven falangista que exige el saludo a un pueblo abatido, que pocos años antes se regía por otros simbolismos.





La segunda parte de la historia consigue ser transmitida con mayor solidez al contar con un único enfoque. Las trece protagonistas coinciden en la cárcel para emprender un inesperado camino sin regreso. Es ése el momento en el que la memoria cinéfila, inevitablemente, recupera la figura de Salvador y la última sentencia de muerte firmada en este país, para constatar la sinrazón de una etapa maldita en la que los asesinatos que llegaban en forma de atentado –como todo asesinato, injustificables- se saldaban echando mano de los “presos rojos” que, en ese momento, poblaban las cárceles. Nada se había avanzado en treinta y cinco años de Historia.

A nivel técnico, la cinta consigue superar con creces la media de las últimas producciones nacionales. La sobrecogedora y magistral banda sonora compuesta por Roque Baños encuentra la réplica perfecta en la precisa y bien documentada dirección artística, la excelente fotografía de José Luis Alcaine, los trabajos de vestuario, peluquería y maquillaje. Tampoco pasa desapercibida la composición del guión que realiza Martínez de Pisón, ni por supuesto la puesta en escena de una cantera de jóvenes actores que puede dar grandes satisfacciones al cine contemporáneo. Pilar López de Ayala, siempre un escalón por arriba, encabeza un reparto en el que Verónica Sánchez realiza el mejor papel de su carrera, Gabriella Pession y Nadia Santiago regalan momentos de inapreciable belleza interpretativa y la gran Marta Etura empieza a despegar.

El desenlace, muy dignamente tratado, deja una ventana abierta a la esperanza que suplica la ausencia de rencor. Un mensaje conciliador, recopilado en numerosos testimonios de los protagonistas supervivientes, de difícil asimilación, que se perfila como el único capaz de cerrar las heridas que todavía siguen abiertas.

jueves, 15 de noviembre de 2007

EL SUEÑO DE CASANDRA

Woody Allen sigue ganando adeptos incluso –o sobre todo- cuando no ejerce de Woody Allen. La habilidad para saltar entre géneros, la concisión narrativa de los guiones y la orfebrería cinematográfica que caracterizan su obra, siempre destacarán dentro de un panorama –el actual- que carece de tan inapreciables aspectos. La última entrega de la trilogía londinense no es una excepción.





....Y la maldición de Apolo cayó sobre Casandra, hija de los reyes de Troya. Sus sueños seguirían vaticinando desgracias que, al no ser creídas, atraerían la destrucción...

A los cinéfilos les bastará la mención de cierta ciudad, evocadora de nostalgias, para recordar las vidas de los príncipes Eric Bana y Orlando Bloom. Después, tan sólo cabe esperar que el título de la película fuera puesto al azar, preguntarse si acaso Poderosa Afrodita lo era, y llegar a la conclusión de que el mundo de las casualidades nunca fue una constante en el original universo de su director. Con Woody Allen, “lo muy improvisado” no es más que el resultado de “lo muy ensayado”.

En cualquier caso, sería interesante intentar analizar El Sueño de Casandra desde dos puntos de vista diferentes: bajo “el prisma del psicoanálisis”, que nos llevaría a compararla con el resto de la filmografía reciente de su autor; y, por otra parte, como película que se estrena en el año 2.007. Las conclusiones podrían sorprender.

Es posible que Todo Lo Demás fuera el preludio de una crisis creativa en la que parece estar sumergido el director de Annie Hall. Comparada con la totalidad de su obra, la trilogía londinense se antoja mediocre, desmarcada de las producciones que le encumbraron en la fama. Mientras Scoop no pasa de ser una aventura “simpática”, en Match Point se limita a trasladar Una Tragedia Americana a la ciudad del Támesis. Y es que la originalidad de dicha historia, nominada a los Oscar, sólo es tal en su desenlace, tras mostrar un planteamiento razonablemente parecido al que George Stevens desarrollara en 1.951 a partir de una novela de Theodore Dreiser, en una película que llevó por título Un Lugar en el Sol.

Sin embargo, y en el peor de los supuestos, no es difícil comprobar cómo el giro inesperado del nuevo Allen, el moderno clásico, el director compulsivo capaz de rodar a la velocidad de los años cuarenta, sigue ganando adeptos entre las nuevas generaciones de cinéfilos y –muy curiosamente- entre todos aquellos que nunca le soportamos.





Quizás para El Sueño de Casandra, en la línea de Match Point, la pretensión de Allen haya sido la de adaptar una tragedia griega –en esta ocasión, con muchísimo más acierto- a nuestros días. Para ello, se sirve de su inmensa capacidad de ofrecer al espectador el mismo caramelo de siempre con distinto envoltorio, recurriendo a la idea obsesiva por el sexo, la sinrazón del capricho masculino cuando repara en la personalidad de una mujer por debajo de su cintura, y la reflexión sobre la psicopatía desquiciada del mundo en que vivimos, tan presentes en su obra.
De igual manera, se apoya en su habilidad innata para describir a los personajes con tan sólo una frase conseguida: “Soy difícil, egocéntrica y ambiciosa”, que tanto recuerdan a las innumerables descripciones de la inigualable Desmontando a Harry. Continúa con un certero retrato de familia, ampliamente tratado en Hannah y Sus Hermanas, para ofrecer esa visión anecdótica de los múltiples amores que parecen serlo y no lo son, engrandecidos con la introducción de una de esas citas dignas de enmarcar: “La familia es la familia, pero hay unos límites”. Y culmina con la maestría que demostró en Delitos Y Faltas al unir dos tramas paralelas, para, desde una perspectiva seria –no exenta de humor- aludir a la elasticidad moral de la condición humana: el hecho atroz que atormenta a unos, es fácilmente asimilable por otros. Todo ello con un absoluto desprecio fílmico por la capital inglesa, que el director de fotografía de Spielberg no logra evitar, tan alejado del amor que demuestra por la ciudad de Nueva York en la magistral Manhattan.






Si el Sueño de Casandra se observa como una película de director desconocido que se estrena en el año 2.007, -necesariamente-, termina llamando la atención. La originalidad de su planteamiento, sus agudos diálogos, la solidez en la estructura del guión, la excelente medición de los tiempos, el adecuado ritmo por el que se desenvuelve la trama, la portentosa dirección de actores (¡la actuación de Collin Farell resulta creíble!)... no son habituales en el cine contemporáneo. Es tal la maestría que desprende un producto que no es drama, que no es comedia, que no es thriller... que no es nada pero convence, que se le perdona el olvido de situar un vehículo estropeado en el lado derecho de una carretera británica; los alarmantes fallos de script, que hacen brillar el sol tras la cena, y contemplar tres horas diferentes en el reloj de Ewan Mcgregor en un plano-contraplano de veinte segundos de duración; y la ironía de mostrar a los personajes anglosajones siempre fumando en lugares públicos.

Aun no pudiendo fumar en tan estricta ciudad, “¿A que la vida es genial?”. Incluso para Bonnie and Clyde lo era, y aunque no den ganas de invadir Polonia con esta nueva ópera, no cabe ni la más mínima duda de su genialidad.